Cada vez creo más que los sentidos son entradas a los infinitos pasadizos del espacio-tiempo. Por eso intento disfrutarlos al máximo en cada momento. Están los agradables, aquellos que nos hacen vibrar el alma y los no tan agradables, aquellos que nos recuerdan la polaridad del mundo. A ambos procuro almacenarlos en ese misterioso e insondable saco que llamamos memoria, todos en general, los que decimos buenos o los que decidimos malos.
Así por ejemplo abrazo y me deleito con la melodía de la música, el canto de los pájaros, el rumor de las olas, el agua que surge de la fuente o las risas de la gente. Pero también abrazo el rugir del viento en la tormenta el chasquido electrizante del rayo cuando cae muy cerca, los gritos de angustia, de dolor o de miedo, porque también son partes nuestras.
Abrazo con los ojos, amaneceres y atardeceres rojos y dorados, valles visto desde la cima de la montaña, la luna llena surgiendo de un horizonte recto, ver un dibujo o un cuadro y entenderlo desde adentro, leer un libro que me guste, volver a releerlo. También intento abrazar, aunque confieso que me cuesta, imágenes de destrucción, naturales o inducidas por nuestra propia especie. Entonces estas también van a la memoria para que cuando sueñe con mundos futuros sabré que estas imágenes estarán disueltas, transmutadas en amor, para poder ver imágenes de dibujos y de cuadros, de libros llenos de ternura, mundos colaborativos y amables, soles nacientes y lunas quietas flotando en una mar calmada, bosques sumergidos en la niebla.
Abrazo con la nariz, los perfumes de las flores, la hierba húmeda y fresca, la tierra mojada por la lluvia, el aire que anuncia la tormenta, la cabecita suave de un bebé, la leña quemando en la chimenea en una noche helada, la fruta fresca. Pero también abrazo el olor de la vida que se corrompe o los azufres que vomita el volcán.
Con la piel abrazo la piel desnuda de la amada, acariciar una cabellera, interpretar una cara como lo haría un ciego, besar unos labios húmedos y frescos, la caricia tierna de un niño o de una madre, el lengüetazo de tu perro, nadar desnudo en mar abierta. También abrazo el dolor del golpe, la quemadura, el arañazo, que también están ahí para avisarnos. Al guardarlos en la memoria sabes que la brasa quema y la espina se clava.
Creo que me queda el sentido del gusto y relacionarlo con los pasadizos del espacio tiempo.
Me trajeron de regalo directamente de la Tierra de los Pájaros Pintados un bote de dulce le leche. Lo abrí lento, convirtiendo cada movimiento en una caricia. Observé su textura lisa como gelatina, su intenso color marrón. Olí el perfume inconfundible de la leche revuelta con azúcar. Tomé una cuchara sopera y lentamente extraje una generosa carga del cremoso dulce. Como si de un helado se tratase, usé la lengua como pala. Al sentir el gusto inconfundible, la puerta del gusto, la que lleva a uno de los canales del espacio tiempo, se abrió de par en par.
Viajé a la cocina de mi casa infantil. Allí estaba mi madre frente a una olla enorme sobre uno de los fuegos de la cocina, haciendo girar lentamente pero sin descanso una larga cuchara de madera. La olla estaba llena de la más blanca y deliciosa leche de nuestras vacas y la más que blanca azúcar de remolacha. Mientras el líquido iba espesando y tomando el color marrón característico, la cocina se llenaba de olor a dulce de leche y la voz de mi madre cantando un tango que le gustaba mucho, «….su nombre era Margot, usa boina azul y en su pecho colgaba una cruz…».
Allí estaba mi hermana intentando sintonizar en la enorme radio de lámparas alguna radionovela «de amor» o de desamor, como pensaba yo, ya que cuando las oía, eran unos verdaderos dramas para ponerse a llorar.
Por ahí andaba yo, con mis pantalones cortos de tiradores, esperando para cuando se fuera enfriando «limpiar» la larga cuchara de madera saboreando y guardando en mi memoria el gusto a dulce de leche. Lo que no sabía que guardaba también la cocina de mi casa, a mi madre, a mi hermana y a ese niño de 6 años que le gusta lamer las cucharas con dulce de leche. Y hoy desterrado por tierras de Septentrión, pude diseñar un futuro, hoy presente, en el que me regalaron un bote de dulce de leche hecho como en una cocina de una casa en la Tierra de los Pájaros Pintados para que desde la memoria pueda diseñar el futuro, gracias a una cucharada de dulce de leche.