Etimológicamente, la palabra “poesía” proviene del griego antiguo “poiesis” y quiere decir «creación««acto de hacer, construir o confeccionar».
El mundo que vemos es pura poesía. La poesía no es más que un pensamiento convertido en emoción y plasmado en palabras, habladas o escritas. Con esas palabras dichas, escuchadas, escritas o leídas creamos el o los mundos en donde se desarrollan nuestras vidas. Como si interpretamos un plano para construir un edificio, una máquina, una fórmula, en resumen un algoritmo.
Toda esta creación es posible gracias a lo que los griegos llamaron “musas”. Seres etéricos que son capaces de atrapar los pensamientos, llevarlos al corazón-cerebro de una persona hasta que sienta una emoción. A partir de esa emoción se irá desplegando el mundo “pensado”. Dependiendo del pensamiento, este será recogido por una musa u otra. Los griegos identificaron a nueve musas diferentes:
CALÍOPE, es la que viene trayendo a palabras los pensamientos épicos.
CLÍO, a través de la historia mantiene vivos los triunfos y los actos de generosidad y altruismo para así crear nuevos.
ERATÓ, la del amor entre los seres humanos, desde el erótico hasta el romántico.
EUTERPE, toda música, hace crear de los pensamientos las melodías que nos pueden llevar al éxtasis o a la tristeza más profunda.
MELPÓMENE, es la que materializa los pensamientos trágicos.
POLIMNIA, nos visita y nos inspira creaciones de mundos espirituales, sacros, religiosos.
TALÍA, crea con nuestros pensamientos los momentos de alegría en fiestas o celebraciones compartidas.
TERPSÍCORE, nos genera realidades de baile, danza y cantos corales.
URANIA, plasma mundos de cielos estrellados e inspira fórmulas matemáticas que hacen ciudades, puentes, naves, ciencias exactas.
Infinidad de veces las encontramos o mejor dicho, las podemos ver. Adquieren normalmente formas de mujer, porque son los únicos seres que pueden crear la vida humana. Esto las hace aptas para alcanzar el contínuo de los pensamientos y transmitirlos en emoción. Así lo pueden convertir en palabras que dichas o escritas crean poesías y realidades.
Una de estas musas me dijo un día: “si piensas que plantas rosales, siempre cosecharás las rosas más hermosas”.
Un día que miraba la mar desde un acantilado, la brisa me trajo la mirada de una musa y sentí cuando atrapó un pensamiento del contínuo e hizo temblar mi corazón. Esto fue lo que me susurró directamente al alma:
Hay abrazos que pueden convertirse en vidas eternas, o vivir en un segundo la fuerza que crea galaxias y estrellas.
Son como un cielo diurno en donde no vemos las estrellas, están ocultas a los ojos por el azul de cielo. Tul misterioso y mágico que las tapa con delicadeza para que puedan dormir la siesta.
Hay corazones que esconden la fuerza del abrazo bajo la piel como un cielo azul y luminoso ocultando las estrellas.
Pero cuando los brazos se entremezclan y aprietan y los corazones se acercan, se funden en un torrente de polvo de estrellas.
Ese abrazo escapa al tiempo de los hombres, te lleva al tiempo de las estrellas. Puedes vivir una vida eterna, sólo pensando que se ha derramado polvo de estrellas.
Seguramente estos abrazos se producen cuando se acercan corazones que estuvieron juntos en la misma estrella.
Difícil explicar con un método lo que se siente, porque lo que ocurre cuando te envuelve uno de estos abrazos, entras en la vida eterna.
Hay lugares en el mundo que están llenos de soledades. Al Sur del Sur, donde el cielo austral esconde a Ñamandú en una huella de estrellas, existen infinidad de soledades.
Una de éstas soledades está en la costa atlántica del Uruguay entre La Pedrera y el Cabo Polonio.
Parte 1: Lluvia o llovizna en una noche fría sobre una calle empedrada.
Repiquetear de la lluvia, percusión celestial, vehículo atemporal. La lluvia es capaz de llevarme, como lo hace una sinfonía musical, a recordar, a sentir, a crear, a amar.
Me hace transcurrir por caminos de alegría, melancolía, amor.
Siempre con un ritmo diferente, el ritmo de las emociones. Cuando ésta es suave, de gotas pequeñas, de repique lento, me lleva a una calle empedrada de mi querido Montevideo. Vuelvo a caminar sobre el granito negro de los adoquines en una calle nocturna y mojada. Las luces de la calle son destellos ahogados en los charcos de adoquines negros.
Mis pasos siempre van acompañados, somos dos cuerpos abrazados escuchando la lluvia debajo de un paraguas. Es de noche y hace frío, tal vez final de otoño o invierno consumado. El calor del amor camina lento bajo el paraguas. De vez en cuando sin perder la marcha mi cara y tu cara se miran enamoradas. El calor, la ternura y la suavidad de los labios ilumina nuestros rostros. Los corazones laten acelerados, los adoquines de granitos negros quedan iluminados. La lluvia continúa con su sinfonía de agua. Detenemos la marcha para escuchar el beso y la eternidad del abrazo, sentir el amor en calma, solos, quietos, con relojes derretidos en una calle de adoquines negros, empapados, cubiertos de noche fría y solitaria.
A esta lluvia me gusta llamarla “lluvia del amor” porque encierra alegría, nostalgia y pasión amorosa guardada en los corazones, lejos, inalcanzables del corrosivo tiempo, del cruel espacio y de la dura materia. Esta lluvia habita en la dimensión del espíritu y del alma, indestructible y eterna.
Hoy salí a caminar por la playa. El viento de Gregal erizaba la mar.
Mientras emprendía el camino de regreso a casa me di cuenta que había perdido algo. Enseguida revise todos los bolsillos, aparentemente no faltaba nada. El teléfono móvil, los documentos, algunas monedas sueltas. Todo estaba en su bolsillo correspondiente.
Pero continuaba con la sensación de que había perdido algo.
Iba despeinado por el viento, con el corazón liviano, sin peso. Sentía mi cuerpo en calma, la respiración un poco más rápida, por eso de caminar contra el viento. Me sentía liviano, como más suelto. Oía los pájaros cantando al viento, veía las nubes grises cargadas de lluvia adentro. Todo parecía eterno.
Fue entonces que me dí cuenta que era lo perdido: había perdido el tiempo.
Se ve que al caminar por la playa, respirar la mar, escuchar al viento, ver las olas encrespadas haciendo espuma de mar, captaron mi atención y de descuidado perdí el tiempo. Lo peor de todo es que ni cuenta me dí de tamaño descuido.
La verdad, no sentí pena ninguna de que se me perdiera el tiempo.
Tampoco deseo que nadie se lo encuentre, mejor que se vaya mar adentro. Eso: que se una con la mar y guarde sus misterios.
Si alguien lo encuentra y lo recoge, mejor que lo tire lejos. Es que le gusta meterse en los relojes y hacer que vayas todos los días tenso y corriendo. Además le da valor monetario a los trabajos que muchos hacen con y por amor y esmero. Nos aparta de la vida, nos obliga a vivir en la nada, en cosas que ya pasaron o en cosas que aún no han pasado. Nunca nos deja sentarnos en un parque o caminar por la playa, hacer un sendero, visitar el bosque o nadar con y en la mar cuando está en calma. No nos deja caminar sintiendo los pies sobre la arena, la hierba o la hojarasca. Menos disfrutar de la compañía en silencio, del abrazo, del beso, ni tan sólo entrelazar tus manos con otras manos, normalmente no tenemos tiempo. Es como la sombra por más corras ligero no la atraparás nunca, en fin todo un misterio.
No pienso ir a buscarlo, sólo avisar a los que se lo encuentren de que no se lo lleven. Déjenlo perdido y sólo, de a poco tal vez, nos deje tranquilos y no busque encadenarnos ni que perdamos la vida corriendo en vez de amando y sintiendo la vida.
Después de muchos años de exilios y ausencias los antiguos amigos volvíamos a estar juntos. Fueron muchas las casualidades que se dieron para que esta reunión tuviera lugar.
Nos conocíamos todos muy bien. Es que habíamos compartido esas etapas de la vida en la que todo se aprende: la niñez y la adolescencia.
Cuando los aprendizajes se hacen compartidos se crean lazos indisolubles en los que por mucho que nos separe el espacio y pase el tiempo, siempre puedes retomar la conversación donde la habías dejado. Ese es el misterio de la amistad.
El hecho es que la «barra» del «muro de Berlín» estaba junta otra vez. El nombre viene dado porque de niños, nos juntábamos para jugar en un muro de la calle Berlín. Una de las calles de la falda del Cerrito de la Victoria en Montevideo. Luego en la adolescencia y juventud seguimos fieles a los encuentros en el “muro de Berlín”.
El lugar elegido para la reunión de reencuentro fue el Parque Nacional de Santa Teresa. Otrora territorio salvaje entre el Océano Atlántico, la Laguna Negra y los vastos bañados del Departamento de Rocha. Territorio de caza de los arachanes, la misteriosa etnia charrúa que habitaba aquellas lejanías. También era zona del puma y el jaguar, hoy muertos o encarcelados por «atentar contra la propiedad privada».
Peor suerte corrieron los arachanes que fueron extinguidos tan cruelmente que destruyeron para siempre su lengua y cultura. De las pequeñas pirámides que construían sólo quedan montículos llamados «los cerritos de los indios». Todo un misterio de una cultura exterminada.
El progreso convirtió esta maravillosa zona medio salvaje en Parque Nacional, con un área de servicios habilitada para acampadas.
El atractivo es tal que puedes instalar la carpa en medio de un frondoso bosque nativo y un bosque de gigantescos eucaliptos que fueron plantados para fijar las arenas móviles de las antiguas dunas.
Estar acampado en un lugar así es maravilloso.
En las frescas noches del verano austral te permite acercarte a las interminables playas del Atlántico y contemplar uno de los cielos estrellados más hermosos del mundo.
Galaxias, nebulosas, constelaciones, se ven perfectas entre las estrellas como si fueran cantos rodados de un río celeste.
Las noches sin luna o cuando está menguando, es decir con oscuridad casi absoluta, es la luz de las estrellas la que ilumina el paisaje.
Luz tenue, de un azulado más que enigmático que al mezclarse con el intenso perfume del salitre oceánico te hace entrar en un mundo diferente, un mundo en donde eres parte de un “todo”, donde alma y espíritu se fragmentan y son luz de estrellas.
Se te puede ocurrir entrar en las frías aguas del Atlántico con un “calderín” y un farol a mantilla para pescar un buen puñado de plancton y hacer una “fritadita” para la cena.
Luego, al salir del agua, lucir figura de espectro, fosforescente, debido a las microscópicas noctilucas que habitan el agua. Cuerpos pintados enigmáticamente de luz fosforescente.
En un lugar así el centro de todo es el “fogón”. El lugar donde se enciende el fuego ya sea para calentar e iluminar las frescas noches de enero o para cocinar.
Allí puedes hacer desde riquísimos pescados a la brasa, corvinas o brótolas, pasando por el típico asado de tira con su respectiva parrillada compuesta de chorizos, morcillas, tripa gorda, mollejas…
Otra forma de cocinar es con la olla de hierro colgada del soporte de madera. Un “fogón” de estas características bien hace un par de metros cuadrados.
Resultó ser que uno de los días que pasaba la “barra” de amigos acampada, surgió la idea de regalarnos con un delicioso guisito rústico. Esos que llevan buenos trozos de carne, chorizo, morcillas, papas, fideos, choclo, especies y sobre todo fuego de leña y el amor de cocineros – comensales.
Lo que no programamos fue que ese día de verano austral íbamos a estar bajo el ardiente viento del Norte, el que trae el terrible calor húmedo de la lejana selva tropical.
Ese al que le decimos “el aliento del diablo”.
A pesar del terrible calor el guiso empezó a marchar en el fogón. Protegidos por la sombra acogedora de las anacahuitas, las coronillas y algunos de los gigantes eucaliptos, fue transcurriendo el día entre mates, vinos y algún vaso de whisky brasilero, es que el Parque está a muy pocos kilómetros de la frontera con Brasil y realizar compras para el campamento siempre sale en cuenta, además de visitar el Chuy o Santa Vitória do Palmar pueblos fronterizos donde la simpatía de sus habitantes siempre te cautiva.
No nos podemos olvidar del concierto de pájaros, zorzales, sabiás, el tamborileo de los trabajadores picapalos y el griterío de las cotorras.
Llegada la hora de la comida saboreamos el exquisito guiso con repetición y todo.
Todos contentos después de acabar la comida y comprobar que había quedado suficiente para calentar en la cena.
Estaría más bueno todavía porque como suele suceder los sabores se “asientan” y queda más gustoso.
El calor era cada vez más asfixiante. Pero todos muy bien sabíamos que eso era puntual. Cuando viene el aire cálido del Norte, siempre al chocar con las aguas frías del Atlántico Sur, inevitablemente desata tormentas impresionantes de lluvia, viento e importante aparato eléctrico, es decir rayos y centellas.
Las tormentas se convierten en muy peligrosas y más aún si estás acampado en un paraje natural.
Efectivamente, durante la tarde el aire caliente y pesado se fue ionizando y cargándose eléctricamente, preparándose para lo peor.
Entrando la noche nos disponíamos a “calentar” el maravilloso guiso pero paralelamente el viento hacía mecer ya con rumor de hojas las altas copas de los eucaliptos. Estos árboles al haberlos plantado para fijar las arenas, encontraron abundante agua proveniente de acuíferos conectados con la inmensa Laguna Negra. Con tanta agua crecieron hasta pasar los 20 metros de alto y diámetros en que tres o cuatro personas les cuesta abrazarlos.
Al ser el suelo arenoso, la solidez de las raíces de estas moles es muy cuestionable. Siempre cuando sopla el viento tormentoso, caen tres o cuatro de estos gigantes. Eso los convierte en muy peligrosos ya que pueden caer sobre una carpa de campamento, sobre un fogón o directamente sobre personas. Produciendo muerte o discapacitaciones severas.
Rápidamente los amigos organizadores del encuentro deciden hacer caso a los consejos de los administradores del Parque (el ejército), de ir a refugiarse a la “Capatacía”.
Ese lugar es un “búnker” de piedra y alejado de los gigantes de pies débiles, además está rodeado de pararrayos, cosa que garantiza el no morir chamuscado.
El guiso ya estaba a punto para comer, dejaba ir un perfume irresistible.
Empiezan a caer las primeras gotas de lluvia, escucharse los primeros truenos intimidadores y las ráfagas de viento helado. Eso fue suficiente para que todo el mundo empezara a recoger las cosas imprescindibles e ir a refugiarse a la Capatacía.
-Dale, apúrense, bo, que se viene con todo! -nos dice nuestro amigo Aldo, el organizador del encuentro, al captarnos algo indecisos.
Nos miramos a la cara, mi amigo el gaucho Willy y yo y quedamos pensativos. Teníamos cierta incredulidad de la fiereza de la tormenta. Aunque en el fondo lo que sentíamos era una gran resistencia a abandonar el exquisito guiso que nos esperaba calentito.
Entre el aire más que fresco que nos había obligado a ponernos una chaqueta, el olor maravilloso que salía de la olla y el color rojo de las brasas, estábamos paralizados.
No tardó nada en llegar el último ultimátum: -Bo, nosotros nos vamos si se quedan acá les puede caer un rayo o un árbol. Cosa de ustedes ¿ta? Sentenció con seriedad Aldo.
Mi amigo Willy me mira y me dice: -Ché ¿cómo lo ves esto?
-Bueno creo que es una tormenta pasajera -le respondo con total aplomo.-
-Es que si nos vamos nos perdemos el guisito ese, que ahora debe de estar buenazo. -Dijo Willy.
-Sí, es una lástima perdernos el guiso calentito y todo. Y ahora que ha refrescado debe de caer al cuerpo de maravilla. Yo iría comiendo y si vemos que se complica más, rajamos para Capatacía.
Con una amplia sonrisa dijo mi amigo:
-Mirá, creo que tenés razón y después de todo, si nos cae un rayo quedamos con los pelos de punta y salimos como un negativo de foto. Referente a los árboles y viendo por donde viene el viento, el que tenemos más cerca caería para el otro lado de la toldería. Así que…
Entre el viento, la lluvia intensa y los rayos que menudeaban aquí y allá, saboreamos debajo del toldo el exquisito guiso acompañado de un vaso abundante de vino tinto y una charla llena de risas y alegría recordando antiguas anécdotas vividas.
Cuando pasó la tormenta, la verdad no sé cuánto duró, porque cuando te comés un guiso con un amigo en el medio del caos, el tiempo se diluye y desaparece.
Al regresar al campamento el resto de amigos, el comentario casi al unísono fue: -¿Y se morfaron todo el guiso?
-Claro, es que un buen guiso siempre vale la pena.
Parque de Santa Teresa, Rocha República Oriental del Uruguay. En un verano austral.
Este breve relato nace de nuestro último viaje a la Tierra de los Pájaros Pintados hace ya ahora diez años exactos.
Hemos pretendido hacer un homenaje a ese sentimiento maravilloso que es el Amor, el amor fraterno. Un homenaje a la amistad y a los amigos.
Los protagonistas de este cuento, no se olviden que es un cuento escrito por un cuentista, son: Aldo, Selva, Willi, Ricardo (que nos dejó hace unos años), Marinela, Rulo, Rubito, Ruben, Lister, Ivana, Federico.
Don José Vilchez era un hombre culto y de disciplina estricta, casi militar. Nació en un país de América a mediados del siglo XIX que estaba consolidando su existencia: la República Oriental del Uruguay.
La pequeña República, si bien era una incipiente democracia americana, conservaba aún las costumbres autoritarias y guerreras que la llevaron a ser independiente.
Por aquellos tiempos, el pueblo entero estaba armado y dispuesto a seguir al caudillo local sin dudarlo. Éstos, los caudillos eran hombres que ya asentados en sus territorios, habían luchado junto a los grandes Libertadores contra tantos invasores de la Banda Oriental. Conocedores como nadie del territorio, muchos habían combatido codo a codo con las etnias originarias arraigadas allí durante miles de años como la Nación Charrúa. Estos caudillos por su valor, fortaleza y fiereza en el combate unida al conocimiento del terreno y el dominio de la técnica montonera de combate, les habían hecho ganar un prestigio y admiración entre sus paisanos que demostraban una fe ciega cuando estos hacían el llamado de: REGOLUCIÓN.
Así el pueblo de la pequeña República no temía a ejércitos extranjeros, que siempre salieron muy mal parados o derrotados, ni de gobiernos patrios que quisieran imponer por la fuerza alguna ley. Con estas condiciones, evidentemente, no eran buenos tiempos para el parlamentarismo o dicho de otro modo: una democracia parlamentaria.
Todos los ciudadanos en sus casas, tenían siempre a mano y preparadas las temibles chuzas (arma entre lanza y alabarda), un sable bien afilado, boleadoras y algún trabuco de caño corto o de caño largo. Aunque el arma verdaderamente imprescindible era el caballo. En la lucha, caballo y jinete se convertían en una unidad imbatible.
Estas circunstancias habían hecho de los habitantes de la Banda Oriental, ahora República un pueblo noble y solidario pero guerrero infatigable para defender su Tierra, su Patria.
Así había sido educado don José Vilchez, “leyendo con la lanza entre las manos”. La República seguía la máxima del Protector de los Pueblos Libres: José Artigas “SEAN LOS ORIENTALES TAN ILUSTRADOS COMO VALIENTES.”
Don José Vilches era de estos hombres, educados en una férrea disciplina pero con acceso a la enseñanza que garantía una gran cultura.
Había recibido educación en colegios de la Compañía de Jesús, popularmente conocidos como “jesuitas”. Con ellos aprendió bastos conocimientos que le sirvieron para forjarse un próspero futuro en el mundo de los negocios. En aquellos años todo estaba por hacer en la naciente República.
Estricto y disciplinado, no le costó mucho levantar un próspero negocio de compra y exportación de lana.
Con tan buena posición económica don José Vilchez, se instaló, después de contraer matrimonio con doña Dulcinea Irigoyen, en una de las nuevas casonas del barrio Sur de Montevideo.
Doña Dulcinea Irigoyen era una hermosa y simpática joven de la alta sociedad montevideana de principios del siglo XX, con ella compartirían largos años de vida y cinco hijos varones.
La casona del barrio Sur, se encontraba a no más de un centenar de metros del primer cementerio montevideano, el Cementerio Central.
Don José Vilchez, por su carácter y formación, era un hombre pragmático, de pocas palabras y no muy dado a manifestar sus deseos.
Pero había un deseo que sí manifestaba en cada reunión familiar, cuando estaba con su esposa e hijos e incluso con otros familiares o amigos. Manifestar su deseo así, públicamente era casi inaudito en él. O tal vez lo manifestaba con presencia de más personas para comprometer más a sus hijos, ya que el deseo dependía estrictamente de ellos.
“El día que me muera me llevan en el ataúd, ustedes, mis hijos, caminando a hombros hasta el cementerio. No quiero ni carruaje ni carroza ni ningún vehículo. Ustedes y yo el resto que quiera venir caminando detrás.” Sentenciaba.
Ese era el único deseo de don José Vilchez. Siempre lo manifestaba en cada reunión. Sus hijos le decían que lo diera por hecho, que así lo harían. Agregaban siempre, con cierto asombro por la insistencia de su padre, que no pensara en eso ahora, que su salud era excelente. Pero don José Vilchez siempre insistía en manifestarlo.
Pasaron los años y ya muy mayor don Vilchez, falleció.
Sus hijos se encargaron de los trámites funerarios. Cuando llegó el momento de decidir qué tipo de vehículo fúnebre escogían para trasladar el féretro desde la casa al cementerio, los hijos casi al unísono, manifiestan que la voluntad de su padre era que ante la poca distancia que separaba la casa del cementerio, el ataúd, con sus restos mortales, fuera llevado en hombros por sus hijos hasta el lugar de la sepultura.
Imposible, fue la respuesta de la funeraria. Nos encontrábamos llegando a la mitad del siglo XX y Montevideo ya era una extensa ciudad de América con toda su modernidad. Leyes y normativas municipales regían todos los ámbitos de la vida para regular y hacer más convivencial la vida ciudadana. La época de los caudillos y el pueblo armado, pertenecían al pasado. Ahora la República destacaba en el mundo por sus leyes avanzadas como “la del divorcio”, “trabajo de ocho horas” entre tantas otras. El ritual de la muerte también estaba regulado. No estaba permitido llevar en hombros y caminando a ningún fallecido hasta el cementerio, por muy cerca que de éste se encontrara. El traslado había de ser en un vehículo fúnebre. Familiares y amigos sí podían ir caminando detrás del vehículo, pero el muerto dentro del coche.
Los hijos de don José Vilchez primero estallaron en protestas y enfado, después ante la imposibilidad de franquear la muralla legal les vino la frustración, tristeza y desasosiego. Hasta llegaron a hablar con altas autoridades tanto políticas como funcionariales, con los cuales la familia tenia amistad de años, imposible esto era una normativa con rango de Ley y nadie se la podía saltar, por más amistad y conocimiento que hubiera de don José Vilchez y su influyente familia.
Después del velatorio en la casona del barrio Sur, con gran dolor, decepción y rabia por no poder cumplir el único deseo de su padre, los hijos de don José Vilchez ven llegar la negra carroza fúnebre. Vehículo a motor, tipo camioneta grande, con un cargado decorado barroco con hojas, esculturas, cruces…, todo un decorado en negro, enorme pesado, podemos decir que tétrico, con un espacio central visible para colocar un féretro. Tan lúgubre que solamente estando muerto podías ir ahí.
Siguiendo el protocolo municipal, el féretro con los restos de don José Vilchez es introducido por empleados de la funeraria en el vehículo funerario.
Los hijos con lágrimas en los ojos ven como no pueden cumplir el único deseo en vida de su padre: ser llevado a hombros por sus hijos hasta la sepultura.
En medio del silencio respetuoso ante la muerte, sólo se oyen los intentos del chofer del vehículo fúnebre de arrancar el motor. No había forma de arrancar el macabro vehículo. Pasan los minutos y los hermanos comienzan a hablar entre ellos. Los intentos de arrancar el motor no cesan. Llega un momento que el chofer del vehículo desciende, se quita la gorra negra y abre el capó del coche.
Esa fue la señal para que los hijos de don José Vilchez sacaran el ataúd del la lúgubre carroza, inservible e inutilizada.
Con una sonrisa y lágrimas corriendo por sus caras comienzan la marcha al cementerio llevando en sus hombros el ataúd con su padre.
Los empleados de la funeraria por más que insistieran no pudieron arrancar ni mover el coche fúnebre. Algo más pesado y fuerte inutilizó el vehículo que era nuevo, de una marca más que conocida y prestigiosa en automoción.
El deseo de don José Vílchez, se cumplió, fue llevado en hombros de sus hijos caminando hasta la última morada en el Cementerio Central de Montevideo.
Por cierto según el que me contó esta historia, uno de los hijos de don José Vilchez, el coche fúnebre no tuvo ningún inconveniente en arrancar para volver al garaje de la funeraria. Eso sí después que don José Vilchez reposara en un panteón del Cementerio Central de Montevideo para siempre.