EL LOCO DEL VIENTO

La memoria es como una red de pesca de trama fina. Algunos recuerdos, tal vez porque los consideramos cotidianos y hasta rutinarios, como puede ser salir de la cama cada mañana, nunca quedan atrapados en la red de la memoria.  No quiere decir que se pierdan o desaparezcan sino que están como tornillos o tuercas en una caótica caja de herramientas: nadie sabe en qué momento pueden servir. Esos recuerdos están ahí, sin tiempo, esperando ser útiles alguna vez. Encerrados en la insondable caja de la memoria.

Pero hay otros, que sí quedan atrapados en la red. Son los recuerdos que nos provocaron sensaciones y emociones de tamaño tal que la memoria los atrapó en su red.

Una ida o marcha, no contemplada y planificada del lugar donde naciste y te has desarrollado una etapa de tu vida, sin lugar a dudas crea sentimientos y emociones tan grandes que la red de la memoria las atrapa y sólo las libera cuando el soñador o navegante decide liberar el recuerdo atrapado.  

Cuando decido liberar alguno de estos recuerdos, intento cuidar mucho de dejar marchar hacia el inmenso mar del olvido los sentimientos cubiertos por espinas o aguijones venenosos como puede ser el miedo, la ira, la tristeza, la soledad, la angustia… Una vez extraídos, mediante el reconocimiento, el amor y el agradecimiento por haberlos sentido y vividos, nos queda un recuerdo maravilloso. Limpio, agradable, lleno de amor, de aventura, alegría y la increíble sensación que has vivido algo único, irrepetible y que tienes la suerte que la red de la memoria lo atrapó para poder limpiarlo y evocarlo cuando quieras.

Así fue que rescaté de la red de la memoria mi primer exilio. Este fue dentro del territorio de la República. A mis 11 años y por motivos de ruptura familiar, tuve que marchar con mi madre a casa de una tía en la ciudad de Rocha.

La marcha de mi Montevideo natal fue muy dura, pero como contrapartida y como un auténtico regalo de la vida, pude vivir y conocer una de las zonas más maravillosas del Planeta. Por aquella época era tan inaccesible y solitaria que se la consideraba, vírgen.

Uno de estos lugares era el Cabo Polonio. Digo era porque ahora y desde los últimos años cayó engullido por la aplastante maquinaria del negocio turístico. Pero bueno en la red de la memoria se conserva pura, salvaje, peligrosa y tierna.

Para acceder a este promontorio rocoso que se adentra en el Océano Atlántico, en aquella época era bastante épico o digamos dificultoso.

Cuando iba, lo solía hacer con el sistema de «autostop» o «a dedo» como le decimos nosotros, los orientales. 

Para ir al Polonio, elegía la Ruta 10, es la que va más cercana a la costa. La Ruta 9 es la Panamericana mucho más transitada y alejada de la costa ya que discurre por el Paso de la

Angostura, único lugar con continuidad de «tierra firme» entre las inmensas lagunas, de Rocha, Castillos y Negra, que comunican con la mar por el sistema de «barras arenosas». Al costado que mira al Sur, el océano Atlántico y al Norte los extensos bañados o marismas.

Cuando conseguía llegar lo más cerca posible de la laguna de Castillos, comenzaba un trayecto hacia el Polonio de unos cuantos quilómetros, dependiendo de dónde me dejaran en la ruta. 

Había 2 caminos posibles para llegar al solitario Cabo. Uno era ir por la costa, el preferido por mi, ya que iba disfrutando de la firme arena de la playa, las inmensas olas llenas de espuma yodada, el olor a salitre, a mar y el eterno rugido de miles de olas rompiendo al unísono.  Ese salvaje y solitario conjunto dejó atrapado en la red de la memoria la sensación de inmensidad, de pequeñez corporal ante tan enorme paisaje y lo más importante, ver que te conviertes en espíritu y del pecho surge la expansión que te hace ser todas las cosas. Algo así como debe de ser un estallido cósmico. En ese estado eres océano, viento, nube, ola, ballena, tiburón, albatros, eres un atomizado de átomos tejiendo historias. 

Me fascinaba ver las aletas y los chorros de agua de las ballenas australes jugando con sus crías, o ver «volar» entre las olas a las gigantes rayas negras con sus más de 3 metros de diámetro.  Al ir acercándome al Polonio, el encuentro era con los enormes lobos marinos, mirándome pasar, ellos inmutables con su casi tonelada de peso.

Todo un placer para los sentidos.

El otro camino para llegar al cabo,  consistía en caminar unos 10 km. a través de los enigmáticos médanos móviles, lo más parecido a una travesía por el desierto del Sahara. 

La única diferencia era escuchar constantemente el relajante rugir de la mar, eso sí, lleno de advertencias.  

Cuando llegaba a la cúspide de un médano, el paisaje no tenía parangón. 

Mirando al Sur la interminable mar azul, oscura y profunda, al Norte, las praderas verdes y el brillo de los bañados.

Uno de aquellos días de visita al Cabo Polonio, quedó muy bien atrapado en la red de la memoria. 

Fácil de reconocer, ese día, porque entre las rocas y la gruesa arena del cabo encontré una caracola enorme, sin dudas regalo de las sirenas. 

En el enigmático Polonio, pude sentir sus miradas llenas de ternura y curiosidad. 

Si atiendes bien y discriminas entre el rugido de las olas y el de los lobos puedes escuchar sus voces suaves y finas, capaces de ir desde los oídos hasta el corazón.

La decisión de la vuelta fue por los médanos para así alcanzar la Ruta 9. 

Si no encontraba a nadie que me acercara en su vehículo, tenía el autobús de línea, el que hacía el trayecto de la ciudad fronteriza de Chuy a la ciudad de Rocha.

Era otoño y las temperaturas a la tarde ya comenzaban a caer en picado. La zona aquella siempre se caracteriza por el viento, ya lo dice la letra de una canción: «…..donde el viento no reposa….».

Hasta hacía poco rato había estado soplando el Pampero (viento Sur, frío y seco) en su versión moderada, cosa que no presentaba inconveniente para acceder a la Ruta 9 por los médanos. 

Pero vete aquí que el viento hizo un viraje repentino.  Ya llevaba un buen trecho de la travesía. 

El sureño Pampero viró a SE, indicando una inminente «sudestada». El viento del Sudeste, viene cargado de humedad atlántica, agolpa renegridas nubes y desata las tormentas más fuertes de lluvia y viento.

La arena de los médanos empezó a volar con fuerza, cambiando el paisaje rápidamente. De aquí le viene el nombre de médanos móviles, al no haber árboles que los fijen, ellos entran y salen de la mar de acuerdo al viento que sopla. Muchos «románticos» que habían decidido hacerse una casa en aquellas soledades, las perdieron sepultadas completamente por la arena.

Tuve que envolverme la cara con la camisa porque la arena me cegaba los ojos y se me incrustaba en la boca y nariz. 

Normalmente solíamos ir al Polonio en grupo de dos o tres amigos pero aquella vez había ido solo. Sin brújula, sin visibilidad y con el cielo nublado, empecé a sentir la miedosa angustia de que te puedes quedar enterrado en la arena. 

Cada vez me sentía más cansado. Desorientado iba caminando contra el viento, mala elección. Era consciente que no podía parar porque sentarme era quedar cubierto por la arena en pocos minutos.

De pronto pensé en el sol y en aquel cuadro del Ángel de la Guarda que mi madre tenía  inamovible en la mesa de luz de mi habitación.

Inmediatamente sentí un susurro en el oído que me decía: «el viento es del SE, la Ruta está al Norte, deja que el viento te empuje». 

Más calmado y tranquilo me dejé llevar por el viento sintiendo el empuje de la arena en la espalda, como si una enorme mano me llevara. 

No se cuanto anduve subiendo y bajando médanos pero el hecho es que llegué a la R9. El último tramo, campo a través por que me había apartado unos kilómetros del destino deseado. 

Pero ahí estaba, cansado, sonriente, lleno de arena y mojado, ya había empezado la lluvia. Mientras esperaba el autobús, todavía resuena en mí la sensación de agradecimiento de oír a la distancia el típico silbido del motor de dos tiempos de los autobuses GMC de la ONDA (la mítica compañía de autobuses que llegaba a todos los rincones de la República). Sonido que me supo a gloria en la inmensa soledad de aquellos campos del Sur.

Además de haber quedado atrapada en la red de la memoria, aquella experiencia sobrevivida me dejó una gran enseñanza, un camino a seguir: cuando me encuentro perdido y abrumado caminando por los médanos móviles de la vida, escucho al viento y permito que sus grandes alas me envuelvan y me lleven. Estoy completamente seguro, porque es así, que siempre, siempre, siempre me dejará en un buen puerto o en una buena ruta donde habrá un autobús protector esperándome.

Que los vientos siempre nos lleven a lugares donde nos sintamos y seamos felices.

PD. En la red de la memoria hay más historias atrapadas.

La caracola, regalo de las sirenas del Sur, siempre me acompaña.

SINFONÍA DE LUNA CRECIENTE

He visto la luna escurrirse por las fachadas de edificios casi dormidos, intentando escapar de las luces de la calle.

Luz fría y blanca derramándose por las fachadas. Se escapa entre los barrotes de hierro de balcones que no pueden atraparla.

¿Luna o fuente inagotable de luz lechosa, plateada? Viertes tu luz como una cascada sobre las fachadas, cuando están envueltas de noche, sólo son siluetas negras que tu luz resalta.

Miro los edificios llenos de sueño y ganas de ser bañados de luz lechosa y blanca.

Conviertes las cortantes aristas de algunas fachadas en veloces rampas de bajada. Así, tu líquida luz llega a las calles para iluminar de sueños a seres adormilados.

Hay fachadas llenas de curvas y líneas onduladas. Son como una mujer deseada saliendo de su baño de leche tal y como hacía la reina Cleopatra.

Luz de luna escurriéndose por las fachadas, pasión y misterio de piel erizada. Haces sentir y ver cosas que las sombras esconden y guardan. 

Luz líquida, amorosa, sigilosa, lechosa y brillante, en un cántaro de plata. La ninfa de las estrellas, en sus manos suaves sostiene el cántaro que es la luna. Con una radiante sonrisa vierte sobre las calles, sobre las fachadas y los caminantes cansados su luz líquida lechosa y brillante.

Si te baña el agua de luna podrás soñar con los ojos abiertos o con los ojos cerrados, sólo hay que dejar que te lleven sus aguas.

Secretos de luz de luna escurriéndose sobre las fachadas.