Llega la Navidad al hemisferio Norte del planeta. Invierno en septentrión. Las noches que se fueron alargando inexorablemente frenan su carrera de oscuridad con el Solsticio. A partir de ahí el sol, bien bajo en el horizonte, comenzará su ascenso triunfal.
Son noches largas de recogimiento de las familias junto al fuego. Adornar un árbol con luces, ofrecerle regalos para que él no se olvide de nosotros cuando llegue el verano y nos colme de frutos. En las cocinas, olor a caldo caliente y carnes horneadas. Comidas calóricas para soportar mejor el frío de la tierra helada. Días para estar con la família compartiendo generaciones, inmortalizando ritos y tradiciones. Siempre flotando en el aire el recuerdo amoroso de los que han marchado al gran silencio o misterio que es la muerte, la plácida y serena alegría de los que ahora saben ocupan el lugar de los seres que marcharon, la fuerza y empuje de los «medianos» llenos de futuros y la alegría inocente, espontánea, pura y siempre en el tiempo presente de los niños. Con ese espíritu, las casas se llenan para compartir el sentimiento de Amor que nos identifica como «humanos».
Los que nacimos en el hemisferio Sur del planeta y vivimos nuestra infancia y parte de la juventud, nos resulta inevitable vivir en una dualidad de sensaciones y sentimientos.
Compartimos y disfrutamos junto a nuestros hermanos del Norte, la Navidad en invierno con todo lo que hemos explicado antes, pero…… Es inevitable que de vez en cuando, hagamos saltos cuánticos en el espacio tiempo. Hay momentos, que no se cuanto duran, que estás fuera del tiempo lineal. Son momentos en que moléculas de algun olor o perfume o fotones de un rayo de luz o la radiación calórica del fuego, te transportan. Así me sucede a mi, que a veces un olor me lleva a la cocina de mi infancia. Aparece mi madre en la cocina del verano austral con su delantal, cantando mientras preparaba el delicioso «tuco» para acompañar la pasta de la cena de Noche Buena. Otras veces es el olor a leña que me lleva al patio de mi casa entre naranjos y berros de agua junto a mi padre, preparando el fuego y la enorme parrilla, muy temprano, para aprovechar la fresca de la mañana, y empezar a asar el cordero o lechón de Navidad. Había que empezar muy pronto porque el ritual era lento, lleno de aperitivos, risas y charlas mientras se iba haciendo la carne. Bajo la protectora sombra de uno de los naranjos, me veo jugando con piedrecitas y cañas construyendo poblados indios en miniatura.
De pronto un destello de luz o el calor de las brasas en la cara me lleva otra vez al Sur, a la Navidad en verano. Mediodías poblados por el canto de las chicharras y las calles «humeando» al calor de la distancia. Niños jugando con agua mientras se regaba con la manguera las aceras del barrio, planificando ir mañana a la playa y bañarnos en las aguas del río grande como mar.
Días largos, noches cortas la del verano. Cielos sembrados de estrellas, cual de ellas más brillantes, en los lugares aislados del campo, si no hay luna puedes iluminarte con la luz de la galaxia.
Dualidad plácida la que vivimos los que cambiamos de hemisferio. Hoy he vuelto a hacer el salto cuántico con los cantos familiares….»caga tió, tió de Nadal, no caguis arengades que són massa salada, caga turrons que són més bons»…… y la magia infinita de las estaciones nos sumerge en este misterioso y maravilloso mar cuántico que creo, es la vida.