Aquel carnaval coincidía con los últimos días de febrero. Quedaba poco para acabar el verano y entrar de lleno en el otoño.
Era notorio que los días se iban acortando. En el aire se respiraba ya la luz otoñal y esa melancolía que traen como una manta las noches largas.
Hablando de noches, ya se notaba el fresco que hacía tiritar de frío a las estrellas. Era casi obligado ponerse calcetines, zapatos cerrados y llevar a la tarde una chaqueta o un jersey, puesto, colgado del brazo o sobre los hombros con las mangas anudadas al pecho.
Quedaban pocos días para comenzar las clases o sea el año escolar. Por eso los chiquilines del barrio intentábamos disfrutar al máximo las delicias que nos traía el verano.
Jugar partidos de fútbol en la calle, mareaditos, como le llamábamos. Tirarnos con las chatas construidas con las maderas de un fondo de cajón de verduras, dos ejes salientes de madera, el posterior fijo y el anterior móvil para poder direccionar el vehículo, estos ejes llevaban encajados cuatro cojinetes o rulemanes, como les decíamos, a modo de metálicas ruedas. Con estas maravillas nos tirábamos por las pendientes calles del Cerrito de la Victoria, nuestro barrio. Al ir a tan poca distancia del suelo, de ahí el nombre de chata, la sensación de velocidad y libertad eran únicos y más para niños de entre siete y once años. Las carreras emocionantes que se organizaban. En la meta no teníamos bandera de cuadros pero nunca faltaba alguien con un un llamativo trapo de cocina, sustraído de la casa peligrosamente, jamás había el consentimiento familiar para llevarse un trapo de secar los platos.
Otra de las delicias del verano era jugar al “chate-piedra”. Un juego bastante parecido a las bochas pero sin bochas. En lugar de estas bolas de madera utilizábamos piedras o trozos de hormigón planos. Como las calles eran de cemento se deslizaban muy bien impactando en la piedra del contrincante y desplazándola del camino trazado. Todo un oficio de puntería.
Luego estaban las “guerras” con hondas, arcos o dardos, siempre intentando acertar a blancos predeterminados. Si bien evitábamos los accidentes, de vez en cuando se producía alguna pequeña herida entre los contendientes. Cuando esto pasaba, la bronca de los padres llegaba a ser monumental, con requisamiento de armamento y penitencia que duraba días. Por eso había que evitarlo.
Luego disfrutábamos sin límites los juegos grupales, “el librado”, “la escondida” o la “rayuela”.
Jugar bajo la lluvia de verano sólo con el pantalón corto era otra de las delicias. Fabricar barquitos de papel de estraza, hacerlos navegar por las aguas bravas de la torrentada o en los mares interiores y calmos de los charcos, nos despertaba la imaginación más extrema. Algunos eran destruidos por la incontenible fuerza de un huracán oceánico, otros, los que llegaban a ser engullidos por las enorme “boca de tormentas”, alcantarillas, seguían su lucha infatigable y heroica por los ríos subterráneos con destino al gran río, el ancho como mar. Allí vencerían en singulares batallas a galeones españoles con más de treinta cañones y devolverían el oro y la plata que habían robado a los pueblos indios del Norte allá en la enorme serranía de los Andes. Otras veces se tenían que enfrentar a temibles navíos piratas, ingleses o franceses que atacaban y robaban poblaciones de la costa del Gran Río. Eso sí con los que se aliaban siempre para combatir a portugueses y españoles era con los Corsarios de Artigas, aquellos barcos con bandera de la Confederación de las Provincias Unidas del Río de la Plata, armados por una Gran Nación que comenzaba su andadura en la democracia por aquellos tiempos: Estados Unidos.
Luego que pasaba la lluvia, montábamos en el jardín de la casa un auténtico barco de guerra. De los cuadrados metálicos del largo portón, salían unos troncos cilíndricos a modo de cañones. Invencibles. Unas veces éramos patriotas corsarios y otras desalmados piratas. El hecho es: siempre ganábamos.
Pero en los veranos cuando llegaba carnaval el disfrute llegaba a cotas inimaginables.
Primero recorríamos el barrio leyendo en los pizarrones de los clubes o sedes sociales que montaban tablados, escenarios donde actuaban las murgas o parodistas.
Los comentarios eran: “En le Club Industrias están los Diablos Verdes, Curtidores de Hongos y la Soberana”. “Sí pero en la Peña Vecinal Vivir vienen Asaltantes con Patente, La Escuelita del Crimen y Araca la Cana”. Esperábamos también a los Saltimbanquis, Patos Cabreros o la Milonga Nacional….
Lo primero que hacíamos evidentemente era armar nuestra propia murga.
Dos tapas de ollas grandes, sustraídas con sigilo de las cocinas, hacían de platillos. Unas latas grandes de conservas vacías perforadas simétricamente para atarles una cuerda, así colgaban como si fueran redoblantes que hacíamos sonar con dos palitos finos. Las latas grandes de aceite o queroseno, servían de bombos.
Luego, imprescindible para ser un verdadero murguista, había que pintarse la cara.
Pinturas no teníamos, como mucho podíamos utilizar un lápiz de labios rojo, pero eso era de alto riesgo, alguno de los amigos lo tenía que robar a su madre, asumiendo las terribles consecuencias si era descubierto. Por lo tanto utilizábamos mayoritariamente la pintura más asequible que teníamos: el negro hollín de un tapón de corcho quemado en una punta. El amigo que nos pintaba la cara lo utilizaba como un lápiz gordo.
Así quedábamos con las caras negras, a veces se veía claramente una estrella o una media luna. La mayoría de las veces eran rayas o círculos negros sobre los cachetes.
Todos embetunados de negro, las sonrisas lucía mucho más.
En esa felicidad salíamos por las calles del barrio imitando los bailes de las murgas y cantando trozos que nos sabíamos de memoria de algunas de las letras más famosas.
Casi siempre empezábamos con una letra de los Patos Cabreros de 1927 escrita por Omar Odriozola:
“Uruguayos campeones, de América y el mundo, esforzados atletas que acaban de triunfar, los clarines que dieron las dianas en Colombes, más allá de los Andes volvieron a sonar…”
“Retirada” 1968 de la murga “Milonga Nacional”, con letra de Carlos Modernell.
“Fue en noches de carnavales
que escuchamos al pasar
la pregunta de aquel niño:
¿Qué es una murga, mamá?
Murga: murga es una golondrina
Que en su romántico vuelo
Barriletes de ilusión
Va recortando en el cielo.”
Murga es el imán fraterno
Que al pueblo atrae y hechiza.
Murga es la eterna sonrisa
En los labios de un Pierrot,
Quijotesca bufonada
Que se aplaude con cariño,
Es la sonrisa de un niño
Al que ofrendan su canción…”
Cuando comenzaba a oscurecer íbamos corriendo a la puerta de los clubes donde había tablado para esperar la llegada de las murgas.
Estos venían en camiones grandes con la lona tapando la zona de carga. No fuera a ser que lloviera y se mojaran los vistosos trajes de los murguistas.
Los escuchabas venir de lejos. Los tres músicos con bombo, platillos y redoblante, iban siempre sentados al final de la caja del camión con las piernas colgando de la puerta abatida. El sonido de los platillos acompañados de algún redoble mientras el camión avanzaba veloz llenaba las calles de sonrisas y alegría.
– Mirá, mirá, allá viene el camión, seguro que son los Diablos Verdes.
– No, yo creo que son los Patos Cabreros….
Así es que nos quedó para siempre esta “retirada”:
Línea Maginot (1940)
«Se van, se van los Patos,
Los Asaltantes se van,
Se va La Gran Muñeca,
La Milonga Nacional,
Se van se van los Hongos,
Araca la Cana se va
Con Bochinche y compañia
Linea Maginot se va.»
Y así se pasaban los días de carnaval despidiendo el verano.
A mi hermano Aldo, con el cual “sentados al cordón de la vereda, bajo la sombra de algún árbol bonachón, vimos pasar coquetos carnavales, careta viva….”
Fernando
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