
Cuando la lluvia es tu compañera, siempre te alegras de volver a verla.
Cuando era niño me acompañaba a la escuela. Me regalaba charcos hermosos por donde podían navegar mis barcos. Los de papel de estraza navegaban por mundos lejanos, incluso si con una rama provocaba una tormenta. Tripulaciones de viajeros que no sabían que estaban en un charco.
Otras veces, con mis botas de media caña, saltaba de uno a otro salpicando mi bata blanca. Los más grandes charcos eran los que más me gustaban. Era un valiente explorador que avanzaba por ciénagas peligrosas, llenas de yacarés y anacondas que acechaban. Aunque iba tranquilo y seguro con mi protectora espada de palo.
Me encantaba que mi amiga me mojara la cara. Bueno, más bien me acariciaba, abría la boca y bebía su agua, pura, cristalina e inmaculada. Venía del cielo, los ángeles nos regaban.
En las largas noches de invierno era mi cantante de nanas haciendo que las gotas repicaran en el cristal de la ventana. Cuántos ritmos de tambores y redoblantes, a veces acompañados por los oboes del viento. Era el ritmo del cielo sonando en mi casa, en mi barrio.
En el verano, de pantalón corto y descalzo, bailando y saltando en medio del aguacero tibio que el cielo me regalaba. Entonces era un respetado chamán o brujo de una tribu de mis hermanos emplumados, feliz porque el cielo había escuchado la plegaria pidiendo lluvia para aplacar la sed de los campos en verano.
Llenaba de pequeños diamantes los pétalos perfumados, del jazmín, de las rosas, violetas y glicinas. No se olvidaba de sembrar también los pastos, las hojas por humildes y sencillas que fueran. Todas iban con sus collares de diamantes.
Siempre me alegro de verte amiga y compañera. Me devuelves los charcos y las flores con collares de diamantes.