A la pequeña Núria a sus diez años de edad le agradaba mucho mirar el cielo nocturno de septentrión. En las noches frías de enero cuando volvía a su casa con su madre, de realizar algún recado, o una visita, le fascinaba ver el paisaje de miles de lucesitas enganchadas en el cielo. Bueno de vez en cuando alguna se caía. Era tan rápido que ni tiempo daba en formular el famoso deseo que había que pedir.
Lo que no sabía Núria era que si miraba fijamente por un rato una de esas lucesitas, podía «ver», o mejor «sentir» imágenes y sensaciones que ocurrían en lugares remotos y jamás soñados.
Así fue que aquella noche de invierno boreal con el cielo inmaculadamente despejado, Núria miró fijamente una estrella que titilaba o mejor dicho tiritaba de frío, que estaba un poco por debajo del cinturón del gigante Orión.
Seguramente nunca supo porqué empezó a sentir una brisa marina con profundo perfume a mar. Lo sorprendente era que la calle por la que iba, su casa y su pueblo estaban a muchos quilómetros de la mar.
Con la tenue luz de aquella estrella, había comenzado a ver escenas que la luz estaba viendo al otro lado del mundo.
En el Sur del Sur, en la Tierra de los Pájaros Pintados, un grupo de muchachitos se acercaban al faro de la Paloma, en el Cabo de Santa María a pescar pejerrey «a la encandilada». Pertrechados para la ocasión con un gran calderín, para atrapar los escurridizos pejerreyes y un farol a mantilla, marchaban contentos a instalarse en un lugar protegido de las rocas del faro. Pensaban, ya bien entrada la noche asar los peces pescados con un buen fuego en la solitaria noche del verano austral.
Metidos en el agua del océano hasta la cintura, dos sujetaban el gran calderín suficientemente sumergido y el tercero sostenía el farol, con la parte luminosa semi cubierta, intentando alumbrar el lejano horizonte. Imprescindible era evitar que una ola acallara la luz del farol con mantilla incandescente alimentado de queroseno.
Después de no mucha espera, el calderín fue levantado con 6 o 7 pejerreyes bien grandes y gorditos. Ya era suficiente par una deliciosa cena junto al fuego.
Mientras se dirigían hacia las rocas donde tenían la ropa seca constataron que la noche sería muy oscura, negra. Era Luna Nueva y habían visto desaparecer en los campos lejanos el finísimo aro de luz brillante.
El faro hacía ya un buen rato que disparaba ases de luz que el oscuro océano tragaba con ansias. Al llegar a la parte más alta de las rocas se dieron cuenta que no necesitaban del farol ni la linterna para encontrar dónde estaba la ropa.
Todo sucedió en un instante de eternidad.
Algo les sumergió en un silencio poblado de sonidos como si estuvieras en un cuarto insonorizado y escuchas el latir de tu corazón.
La mar con sus cientos de olas rompiendo al unísono generaba un murmullo que envolvía en calma todo el aire. Se detuvieron, quedaron los tres muchachitos como enganchados a la gruesa arena del faro. Fue como si una gigantesca varita mágica los hubiera convertido en estatuas blandas, llenas de asombro.
Hasta donde les daba la vista, todo, absolutamente todo estaba iluminado por una luz tenue, azul plateada. Se derramaba por los médanos, las rocas, la playa, hasta se podía ver el horizonte de cielo y mar. Algún avezado experto la habría catalogado de «luz fría». Todo lo contrario, era envolvente y fresca llena de perfumes de mar, pineda y campo. Aliada de la brisa marina tan agradable en los veranos australes.
Millones de estrellas, cúmulos y galaxias componentes de la Vía Láctea derramaban su leche azul plateada, iluminando todo, llenando todo de magia, de misterio infinito.
Uno de los muchachos miró al cielo, vio el gran espectáculo, se sintió observado, como si una de las estrellas le estuviera mostrando a Núria, que estaba al otro lado del mundo, una escena de unos muchachitos pescando.
Al ver el espectáculo su alma, la del muchacho, se sintió enorme, infinita y eterna. Supo que eran las estrellas y su luz, también las ínfimas noctilucas que juntas llenaban de luz la espuma de las olas cuando estallaban en las rocas o en la playa, también era la luz de las luciérnagas volando por el campo, las que lo iluminaban todo, hasta las almas.
Como todo era tan tierno y mágico no le dio importancia cuando la estrella brillante que está arriba del cinturón del gigante Orión le envió la sonrisa de una niña asombrada. Núria pensaba que soñaba despierta con un mundo que se iluminaba con las estrellas, las luciérnagas y la espuma de las olas del agua.
El faro solitario lanzaba destellos desesperado, no sabía que aquella noche las estrellas no dejarían encallar ningún barco.
Para todas las almas que son niños/as, y sepan que los sueños de estrellas en algún lugar son auténticas realidades.
Siempre mira las estrellas, verás como te hablan. Sólo tienes que escucharlas.
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