Así como en la lejanía en la que me encuentro, también está la otra enorme lejanía: la del tiempo.
Cuando sumamos esas dos lejanías, los hechos y las cosas se mezclan y confunden, interviene eso que llamamos «fruto de la imaginación».
Imaginación, que crea y da vida a cosas o hechos que sólo se producen en la cabeza de alguien. Extraño mundo que se mezcla con ese otro tan misterioso como es el de los sueños. O tal vez sea el mismo.
Es así, advirtiendo esto a los posibles lectores que quieran compartir estas narraciones que intentaré contar, haré distintas series, sin orden cronológico, intentando «salirnos del tiempo».
Estas serán historias que creo me acontecieron, o me contaron, o me narraron o simplemente estaban flotando en el incierto mar de los mundos de la imaginación y de los sueños, siendo «pescadas» en el calderín de malla fina que a veces nos regala la vida.
Por lo tanto, la veracidad de tales narraciones siempre estará en duda y no creo que nadie las de por ciertas. Los nombres y lugares, los más locales, son inventados, no así los motes o sobrenombres, que intento rescatar de la sabia y magnífica tradición popular o sea la usada por el pueblo. Por lo tanto nadie que lea esto se sienta identificado en absoluto con ninguno de los relatos.
La mayoría de estas etas historias, fruto de la imaginación o de los sueños, están basadas en mi intenso período de vida en la querida Tierra Oriental, allá en un trocito del Cono Sur de América, en una época en la que soñamos con «el hombre nuevo», soñamos con sociedades prósperas, cooperativas y solidarias, sociedades que se quedaron en la lejanía infinita del espacio – tiempo.
Tal vez «ilusoriamente» de vez en cuando levanto un brazo con la mano extendida para ver si la encuentro y la rescato del misterioso mundo de la niebla.

Quiniela, excursiones a la playa…
Es así que llegó aquella mañana de verano con el cielo plomizo, aire grueso, cargado de humedad, gelatinoso. Costaba moverse, las piernas pesaba. Las gallinas se movían lentas en su actitud diaria de perseguir los granos caídos del comedero.
El barrio entero estaba apretado, prisionero de la atmósfera espesa y agobiante.
Al mediodía vimos la luz solar misteriosa que forma un círculo de colores en torno al sol, arco iris redondo, sin principio ni fin. ¡Qué problema! ¿cómo haríamos para ir a buscar la olla llena de oro que se encuentra donde el arco iris toca la tierra?
En nuestra tierna infancia en que sabemos que todas las cosas que nos cuentan los «mayores» son ciertas, dábamos por hecho que si caminábamos en dirección al arco iris, al llegar a su nacimiento, encontraríamos un fabuloso tesoro guardado allí por los traviesos duendes. Pero los duendes eran tan traviesos y utilizaban tal magia que por más que caminábamos o corríamos, al acercarnos, este arco fabuloso se retiraba y llegaba un momento en el que desaparecía.
Por eso decidimos aquel día al ver el arco iris redondo, que el tesoro de los duendes estaba en el cielo, seguramente bien guardado dentro del sol.
La tarde también llegó pesada y espesa, las flores de los dos árboles de jazmín del cabo del jardín de casa, transformaban en perfume delicioso los colores de los arco iris. Los jazmines resplandecían en su blanco inmaculado, haciendose resaltar en el verde oscuro y brillante de las hojas los apretados pétalos que formaban la flor.
Esas tardes eran especiales porque el aire pesado y húmedo, abrazaba fuertemente los árboles de jazmines con pasión amorosa y estos derramaban su perfume al aire llenando todo el barrio de dulce fragancia envolvente, amorosa y calma.
Esos instantes fueron eternos, momentos en que el tiempo se detuvo completamente, éxtasis que supongo quedó guardado en mi corazón, esa cajita palpitante en la que cabe el Universo entero. Instante de eternidad que puedo evocar en cualquier momento, sólo extendiendo mi brazo dentro de la niebla.
Del éxtasis de aquellas tardes, salíamos con el chasquido electrizante y posterior explosión del rayo, que descargaba toda la electricidad que había ido juntando el aire.
Enseguida venía la lluvia torrencial, lavándolo todo, cambiando el dulce perfume de los jazmines por el de tierra mojada, que también es una delicia, envuelta suavemente en un aire fresco y agradable.
Así nos dormía la noche en sábanas de aire fresco tapizadas con millones de estrellas y la enorme Cruz del Sur marcándonos el Norte.
Al despertar el barrio y caminar por las aun calles mojadas, lo primero que veía era una gran pizarra atada a una de las farolas de luz, con la frase más tentadora y sugestiva que podía haber en ese momento: «Este domingo a las 9 horas, sale bañadera a la Playa Carrasco. Boleto $ 15 – niños $ 6».
Era la excursión que organizaba don Ramón, el del quiosco de quinielas. Mi madre cada semana jugaba unos «pesitos» a esos caprichosos números para ver si le tocaba y podía pagar juntas todas las cuotas que le quedaban del televisor comprado a don Jacobo, nuestro querido proveedor a «plazos» de las últimas novedades tecnológicas. El judío don Jacobo, era todo un exponente comercial de aquella época en que hacer un negocio o una compra, se resumía a una palabra dada y un firme apretón de manos.
Don Ramón, el del quiosco, era un hombre alto, corpulento, hablar pausado, pero lo que más me impresionaba era el color de su piel, completamente marrón. Hasta su cabeza era de ese color, ya que era completamente calvo. Estaba así por los miles de soles que llevaba en su piel, porque don Ramón era un amante confeso de la playa. Cada día de su vida tenía una cita con el río (ese grande como mar), en la Playa del Buceo. No importaba el tiempo que hiciera, el iba igual, cuando las aguas grises y erizadas por el frío invierno rompían en mi olas en la arena, o cuando estaban marrones de alguna «crecida» en el Uruguay y el Paraná, arrastrando lodo a las aguas del Río de la Plata y también enormes islas de camalotes y ramas, que venían llenas de víboras de especies que tan al sur no conocíamos y habían sido arrastradas por la correntada desde zonas tropicales.
Pero cuando disfrutaba era los días de verano en los que veía salir el sol madrugando más que él sobre el horizonte del río.
Un día me contaba que ese amor por la playa, le garantizaba no ponerse nunca enfermo, era como si el suave salitre y los rayos del sol lo dotaran de una coraza ante gripes y resfriados.
Así era que los domingos organizaba una bañadera para ir a la playa.
A mi me encantaba si íbamos todos a la playa, eso representaba la noche antes preparar unas deliciosas milanesas que las comeríamos «al pan», o sea un refuerzo de milanesa, a mi me gustaban con pan «marsellés», ese curioso y exquisito pan que sólo se hace en Montevideo, porque tiempo después recorriendo Marsella, nadie había oído hablar de dicho pan, cosas que tiene vivir en un País compuesto mayoritariamente por inmigrantes o descendientes de inmigrantes. Luego llevábamos de postre una sandía o un melón.
La bañadera, era un autobús normalmente «Leyland», de los que nosotros llamábamos «cahilas». Un enorme motor cubierto por un morro delantero, de donde salían los guardabarros que cubrían las ruedas impresionantemente grandes. El conductor iba colocado casi al centro y accedía a una palanca manual que abría y cerraba la única puerta. Los asientos eran rígidos, forrados de «imitación cuero», muy duros e incómodos, las ventanillas se levantaban en forma vertical y por fuera llevaban una banda de tres varillas metálicas que atravesaban todas las ventanillas. Esto era para evitar que se pudiera sacar la mano para saludar. Recordemos que estos vehículos, eran utilizado los domingos o los veranos para llevar «excursiones a la playa», por eso «bañaderas», pero su cometido real era el transporte escolar, o sea trasladar los niños de sus residencias a las escuelas elegidas por sus padres, porque en Uruguay, siempre ha habido una escuela cerca de todo el mundo. De ahí la explicación de tamaña medida de seguridad.
Bueno cuando subíamos aquello estaba a «reventar» de vecinos con bolsas y cajas con comida, por lo tanto era muy normal que se vendieran más boletos que la capacidad del vehículo. Por eso los más pequeños como era mi caso tuviéramos que ir sentados en el pasillo en sendos banquitos de madera. Eso era algo que odiaba, porque no podía ver el paisaje mientras la bañadera corría presta rumbo a la playa. A veces conseguíamos que alguien nos llevara en la falda.
Por cierto, a mi madre nunca le tocó la quiniela para poder pagar el televisar, acabó religiosamente los plazos pactados con el judío don Jacobo y a mi, gracias a don Ramón, me quedaron unos hermosos recuerdos de domingos en bañadera a la Playa Carrasco, tanto que aun resuenan en mi corazón las canciones que a coro todos cantábamos durante el viaje: «….si Adelita se fuera con otro, la seguiría por tierra y por mar y por mar en un buque de guerra y por tierra en un tren militar…» o «….allá en el rancho grande, allá donde vivíiiiiiia, había una rancherita que alegre me deciiiiiiiia, te voy a hacer los calzones, como los usa el ranchero……».
Seguro todos esos cantos alegres, además de estar en mi corazón quedaron flotando en la niebla, porque la niebla al igual que un insondable abismo, lo guarda todo.
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