La nube

Hoy encontré a mi nube, hacía mucho tiempo que no nos veíamos.

La reconocí por sus formas redondeadas, esponjosas, sensuales.  Por su color blanco inmaculado en los bordes y el gris profundo  y misterioso del centro, llena de lluvias, granizos, nieves y rayos. Los dos nos reconocimos por nuestra ausencia de vértices y aristas.  Simplemente porque los dos flotamos en el aire, navegando como veleros impulsados por los vientos.

Entre trozos de sol que dejaba pasar le pregunté dónde había estado todo este tiempo.

Me dijo que su viaje es eterno. De las veces que nos habíamos visto ya no era la misma. Se deshizo en llanto sobre las selvas, sintió el silencio profundo de la montaña mientras la cubría de nieve, fue ola llena de fuerza erizando la mar, estuvo en lagos de espejo, en enormes y profundos ríos que le contaron muchos secretos.

Estábamos tan contentos de vernos que recordamos juntos amaneceres y atardeceres de rojos, lilas, rosas y amarillos. De cuando yo, estirado sobre la arena blanca de alguna playa solitaria del Sur la veía cambiar de formas como si de una transformista se tratara. O cuando se mantenía estática entre un rebaño de nubes sobre mis queridas praderas verdes. Nos reímos mucho al recordar las cosquillas que le hacían las cometas que volábamos, se acordaba lo que decían aquellas cartas de amor que le hacía llegar por el hilo de la cometa.

Me preguntó si me gustaba cuando vestía a la luna con su vestido blanco, llenándola de amor y misterio. Le dije que me encantaba ver a la luna con su vestido transparente y que no se enojara cuando se lo quitaba despacio para poder acariciar la redondez de la luna. Se rió mucho, tanto que quedó despeinada, por un momento pensé que iba a llorar de alegría.

Mi hermosa nube y yo, tenemos una cosa en común que nos une eternamente: los dos soñamos despiertos.

6 de marzo de 2018.

Puerta dimensional del viento.

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Siempre pensamos que cuando sopla con fuerza el viento se lleva cosas. Lo he visto arrancar árboles como si de débiles hierbas se tratara, hacer volar tejados enteros, arrastrar personas, levantar olas gigantescas. Son los grandes vientos, aquellos descriptos por Jorge Amado en «Los viejos marineros», aquellos que soplan con terrible fuerza, no para llevarse nada sino «…dispuestos a destruirlo todo para salvar el sueño..».

A mi me pasa que cuando los contemplo vestidos de hojarasca, polvo o arena, formando agujeros de gusano, esas puertas que viajan por el espacio – tiempo, mi alma se une a ellos y me disuelvo en el torbellino que me lleva a infinitos tiempos.

Si lo escucho aullar herido al querer atravesar las rendijas de las ventanas, me transporto a mi niñez. Me veo en una cocina caliente, con olor a estofado caliente, sentado en mi pequeña silla metálica dibujando o pintando con acuarelas en una hoja de papel garbanzo y como mesa un cajón de verduras. Veo a mi madre cocinando y a mi hermana buscando la música que le gusta en la enorme caja de madera que guardaba la radio de lámparas. Eso si, siempre es de noche e invierno. Tal vez era sentir la seguridad de aquella cocina tibia y acogedora que no dejaba entrar al viento helado y tétrico que llenaba de soledad las calles y hacía que en las cocinas se contaran historias de misterio o enigmas no resueltos.

Otras veces, cuando acaricia mi cara con fuerza y deja mi pelo revuelto, me veo con las enormes cometas de cañas, papeles de colores y largas colas de trapos, intentando no cortarme los dedos con el resistente hilo engrasado. Cometas que hacíamos con tanto cariño y destreza. Estrellas, luceros, barriletes, cajones, barcos, las infinitas formas de los sueños creadas para que fueran nuestros ángeles voladores llevando nuestro corazón al cielo, a jugar con las nubes, a burlarse de las ramas más altas de los árboles. Veo el profundo cielo azul lleno de puntos con astros de caña y papel llenando de colorido el infinito. Me trae voces y sonidos familiares inundando el aire de caras y sonrisas de niños jugando a ser viento.

Cuando sopla húmedo y frío, lo atravieso para llegar a una playa oceánica, viendo un enorme sol rojo desapareciendo en la mar entre las brumas de la lejanía. Escucho el chasquido de látigo de enormes olas antes de romper en mil y un rugidos. Lobos marinos deleitándose en el juego que les brinda la mar helada.  Subir altos médanos con las piernas desnudas sintiendo mil pinchazos de la arena voladora.  Llego a veces a la orilla de kilométricas lagunas erizadas en miles de pequeñas olas que no pueden hacer espumosas crestas. Pisando el inestable pajonal, escuchar el concierto de flautas, clarinetes y oboes del viento pasando entre las totoras y pajas bravas que se mecen pero no se quiebran.

El torbellino me lleva al centro de un trigal amarillo moviéndose en ondas que no paran de producirse. Tal vez sea yo la piedra que cae en el estanque de trigo y provoca las ondas concéntricas.

La puerta que más me gusta es aquella que se abre cuando sopla con lluvia. Debe de ser porque mis labios tocan una cálida y acogedora boca mientras acaricio una cara mojada y juego a enredarme en la más hermosa de las cabelleras húmedas. Escucho el flamear del paraguas que sale volando sin importar para nada la lluvia.

Puertas que abren los vientos, que no se llevan nada, todo lo contrario te traen cosas, amores, paisajes, viajes, susurros de amor, vuelos en cometas de caña y papel. Creo que siempre vienen para salvar un sueño, en sus grandes alas podemos volar a vivir y realizar el sueño. No se olviden que son puertas del misterioso espacio – tiempo.

Noche de viento

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Tropilla de caballos corriendo en la noche

cientos de cascos percutiendo la tierra.

La noche oscura y estrellada,

me lleva a una infancia lejana.

Un niño que se acurruca con miedo

en una cueva hecha con frazadas.

Escucha el aullido misterioso del monstruo

colándose por las rendijas de la ventana.

En la seguridad de la cueva de mantas,

escucha como brama arrancando ramas.

Ningún gallo canta, ningún perro ladra

sólo se siente el temblar de frágiles casas,

estruendo de cosas que se arrancan.

Chispas de cables liberando eléctrica rabia.

Ruidos de metales, maderas, techos y casas,

arrancados, rotos, desgarrados,

prisioneros de la turbonada.

Mañana la calle estará cambiada.

Escucha el niño con miedo toda esa furia desatada,

desde la cueva de cálidas frazadas.

Desde su mente veía un malévolo gigante

soplando con fuerza y rabia sobre su casa,

su barrio, su amada ciudad, que sólo quiere

dormir tranquila a orillas del Río de la Plata.

Siempre de vez en cuando, el gigante sigue soplando.

El niño ahora fuera de la cueva de frazadas,

sabe que el malévolo gigante es el viento,

que solamente quiere insistentemente recordarle

que todas las cosas cambian y que al igual que el viento

la vida suele llevarse vidas, amores, sueños

barrios recuerdos perdidos de la infancia.

Que hay un mañana con un nuevo sol y nuevas ganas

de construir el sueño que el gigante viento

tal vez quiso arrancarle.

Vuelo de luz

Velero de luzSobre la luz vuela el velero.

La mar y el cielo lo quieren tocar.

La luz hincha las velas.

Surcando rayos de luz,

¿a dónde quieres llegar?

Un buen puerto te espera,

donde marinos incrédulos,

dirán que no puedes volar.

Pero tú, el cielo y la mar,

sabrán que la luz empujó tus velas

surcar el aire, navegar y volar,

que la luz hizo parecer la mar.

Carta a las nubes

Como soy un loco enamorado de los vientos, le quiero dedicar un poema a las nubes que al igual que veleros del aire, son las únicas junto a las cometas, que acompañan los vientos hasta ese lugar que jamás sabemos donde está. El lugar en donde descansan los vientos

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Quiero escribir a las nubes

historias que el viento lleva.

Veloces pasan volando.

Quiero tener mi cometa

para poder enviarle,

con un papel en el hilo,

un canto que le acaricie el alma.

Nube de algodón que vuelas,

si pasas cerca de mi cometa,

lee esa carta,

te hará más feliz el viaje,

y escucharás al viento

que hace temblar mi cometa.