Hoy encontré a mi nube, hacía mucho tiempo que no nos veíamos.
La reconocí por sus formas redondeadas, esponjosas, sensuales. Por su color blanco inmaculado en los bordes y el gris profundo y misterioso del centro, llena de lluvias, granizos, nieves y rayos. Los dos nos reconocimos por nuestra ausencia de vértices y aristas. Simplemente porque los dos flotamos en el aire, navegando como veleros impulsados por los vientos.
Entre trozos de sol que dejaba pasar le pregunté dónde había estado todo este tiempo.
Me dijo que su viaje es eterno. De las veces que nos habíamos visto ya no era la misma. Se deshizo en llanto sobre las selvas, sintió el silencio profundo de la montaña mientras la cubría de nieve, fue ola llena de fuerza erizando la mar, estuvo en lagos de espejo, en enormes y profundos ríos que le contaron muchos secretos.
Estábamos tan contentos de vernos que recordamos juntos amaneceres y atardeceres de rojos, lilas, rosas y amarillos. De cuando yo, estirado sobre la arena blanca de alguna playa solitaria del Sur la veía cambiar de formas como si de una transformista se tratara. O cuando se mantenía estática entre un rebaño de nubes sobre mis queridas praderas verdes. Nos reímos mucho al recordar las cosquillas que le hacían las cometas que volábamos, se acordaba lo que decían aquellas cartas de amor que le hacía llegar por el hilo de la cometa.
Me preguntó si me gustaba cuando vestía a la luna con su vestido blanco, llenándola de amor y misterio. Le dije que me encantaba ver a la luna con su vestido transparente y que no se enojara cuando se lo quitaba despacio para poder acariciar la redondez de la luna. Se rió mucho, tanto que quedó despeinada, por un momento pensé que iba a llorar de alegría.
Mi hermosa nube y yo, tenemos una cosa en común que nos une eternamente: los dos soñamos despiertos.
6 de marzo de 2018.