Hay lugares en el mundo que están llenos de soledades. Al Sur del Sur, donde el cielo austral esconde a Ñamandú en una huella de estrellas, existen infinidad de soledades.
Una de éstas soledades está en la costa atlántica del Uruguay entre La Pedrera y el Cabo Polonio.
Después de muchos años de exilios y ausencias los antiguos amigos volvíamos a estar juntos. Fueron muchas las casualidades que se dieron para que esta reunión tuviera lugar.
Nos conocíamos todos muy bien. Es que habíamos compartido esas etapas de la vida en la que todo se aprende: la niñez y la adolescencia.
Cuando los aprendizajes se hacen compartidos se crean lazos indisolubles en los que por mucho que nos separe el espacio y pase el tiempo, siempre puedes retomar la conversación donde la habías dejado. Ese es el misterio de la amistad.
El hecho es que la «barra» del «muro de Berlín» estaba junta otra vez. El nombre viene dado porque de niños, nos juntábamos para jugar en un muro de la calle Berlín. Una de las calles de la falda del Cerrito de la Victoria en Montevideo. Luego en la adolescencia y juventud seguimos fieles a los encuentros en el “muro de Berlín”.
El lugar elegido para la reunión de reencuentro fue el Parque Nacional de Santa Teresa. Otrora territorio salvaje entre el Océano Atlántico, la Laguna Negra y los vastos bañados del Departamento de Rocha. Territorio de caza de los arachanes, la misteriosa etnia charrúa que habitaba aquellas lejanías. También era zona del puma y el jaguar, hoy muertos o encarcelados por «atentar contra la propiedad privada».
Peor suerte corrieron los arachanes que fueron extinguidos tan cruelmente que destruyeron para siempre su lengua y cultura. De las pequeñas pirámides que construían sólo quedan montículos llamados «los cerritos de los indios». Todo un misterio de una cultura exterminada.
El progreso convirtió esta maravillosa zona medio salvaje en Parque Nacional, con un área de servicios habilitada para acampadas.
El atractivo es tal que puedes instalar la carpa en medio de un frondoso bosque nativo y un bosque de gigantescos eucaliptos que fueron plantados para fijar las arenas móviles de las antiguas dunas.
Estar acampado en un lugar así es maravilloso.
En las frescas noches del verano austral te permite acercarte a las interminables playas del Atlántico y contemplar uno de los cielos estrellados más hermosos del mundo.
Galaxias, nebulosas, constelaciones, se ven perfectas entre las estrellas como si fueran cantos rodados de un río celeste.
Las noches sin luna o cuando está menguando, es decir con oscuridad casi absoluta, es la luz de las estrellas la que ilumina el paisaje.
Luz tenue, de un azulado más que enigmático que al mezclarse con el intenso perfume del salitre oceánico te hace entrar en un mundo diferente, un mundo en donde eres parte de un “todo”, donde alma y espíritu se fragmentan y son luz de estrellas.
Se te puede ocurrir entrar en las frías aguas del Atlántico con un “calderín” y un farol a mantilla para pescar un buen puñado de plancton y hacer una “fritadita” para la cena.
Luego, al salir del agua, lucir figura de espectro, fosforescente, debido a las microscópicas noctilucas que habitan el agua. Cuerpos pintados enigmáticamente de luz fosforescente.
En un lugar así el centro de todo es el “fogón”. El lugar donde se enciende el fuego ya sea para calentar e iluminar las frescas noches de enero o para cocinar.
Allí puedes hacer desde riquísimos pescados a la brasa, corvinas o brótolas, pasando por el típico asado de tira con su respectiva parrillada compuesta de chorizos, morcillas, tripa gorda, mollejas…
Otra forma de cocinar es con la olla de hierro colgada del soporte de madera. Un “fogón” de estas características bien hace un par de metros cuadrados.
Resultó ser que uno de los días que pasaba la “barra” de amigos acampada, surgió la idea de regalarnos con un delicioso guisito rústico. Esos que llevan buenos trozos de carne, chorizo, morcillas, papas, fideos, choclo, especies y sobre todo fuego de leña y el amor de cocineros – comensales.
Lo que no programamos fue que ese día de verano austral íbamos a estar bajo el ardiente viento del Norte, el que trae el terrible calor húmedo de la lejana selva tropical.
Ese al que le decimos “el aliento del diablo”.
A pesar del terrible calor el guiso empezó a marchar en el fogón. Protegidos por la sombra acogedora de las anacahuitas, las coronillas y algunos de los gigantes eucaliptos, fue transcurriendo el día entre mates, vinos y algún vaso de whisky brasilero, es que el Parque está a muy pocos kilómetros de la frontera con Brasil y realizar compras para el campamento siempre sale en cuenta, además de visitar el Chuy o Santa Vitória do Palmar pueblos fronterizos donde la simpatía de sus habitantes siempre te cautiva.
No nos podemos olvidar del concierto de pájaros, zorzales, sabiás, el tamborileo de los trabajadores picapalos y el griterío de las cotorras.
Llegada la hora de la comida saboreamos el exquisito guiso con repetición y todo.
Todos contentos después de acabar la comida y comprobar que había quedado suficiente para calentar en la cena.
Estaría más bueno todavía porque como suele suceder los sabores se “asientan” y queda más gustoso.
El calor era cada vez más asfixiante. Pero todos muy bien sabíamos que eso era puntual. Cuando viene el aire cálido del Norte, siempre al chocar con las aguas frías del Atlántico Sur, inevitablemente desata tormentas impresionantes de lluvia, viento e importante aparato eléctrico, es decir rayos y centellas.
Las tormentas se convierten en muy peligrosas y más aún si estás acampado en un paraje natural.
Efectivamente, durante la tarde el aire caliente y pesado se fue ionizando y cargándose eléctricamente, preparándose para lo peor.
Entrando la noche nos disponíamos a “calentar” el maravilloso guiso pero paralelamente el viento hacía mecer ya con rumor de hojas las altas copas de los eucaliptos. Estos árboles al haberlos plantado para fijar las arenas, encontraron abundante agua proveniente de acuíferos conectados con la inmensa Laguna Negra. Con tanta agua crecieron hasta pasar los 20 metros de alto y diámetros en que tres o cuatro personas les cuesta abrazarlos.
Al ser el suelo arenoso, la solidez de las raíces de estas moles es muy cuestionable. Siempre cuando sopla el viento tormentoso, caen tres o cuatro de estos gigantes. Eso los convierte en muy peligrosos ya que pueden caer sobre una carpa de campamento, sobre un fogón o directamente sobre personas. Produciendo muerte o discapacitaciones severas.
Rápidamente los amigos organizadores del encuentro deciden hacer caso a los consejos de los administradores del Parque (el ejército), de ir a refugiarse a la “Capatacía”.
Ese lugar es un “búnker” de piedra y alejado de los gigantes de pies débiles, además está rodeado de pararrayos, cosa que garantiza el no morir chamuscado.
El guiso ya estaba a punto para comer, dejaba ir un perfume irresistible.
Empiezan a caer las primeras gotas de lluvia, escucharse los primeros truenos intimidadores y las ráfagas de viento helado. Eso fue suficiente para que todo el mundo empezara a recoger las cosas imprescindibles e ir a refugiarse a la Capatacía.
-Dale, apúrense, bo, que se viene con todo! -nos dice nuestro amigo Aldo, el organizador del encuentro, al captarnos algo indecisos.
Nos miramos a la cara, mi amigo el gaucho Willy y yo y quedamos pensativos. Teníamos cierta incredulidad de la fiereza de la tormenta. Aunque en el fondo lo que sentíamos era una gran resistencia a abandonar el exquisito guiso que nos esperaba calentito.
Entre el aire más que fresco que nos había obligado a ponernos una chaqueta, el olor maravilloso que salía de la olla y el color rojo de las brasas, estábamos paralizados.
No tardó nada en llegar el último ultimátum: -Bo, nosotros nos vamos si se quedan acá les puede caer un rayo o un árbol. Cosa de ustedes ¿ta? Sentenció con seriedad Aldo.
Mi amigo Willy me mira y me dice: -Ché ¿cómo lo ves esto?
-Bueno creo que es una tormenta pasajera -le respondo con total aplomo.-
-Es que si nos vamos nos perdemos el guisito ese, que ahora debe de estar buenazo. -Dijo Willy.
-Sí, es una lástima perdernos el guiso calentito y todo. Y ahora que ha refrescado debe de caer al cuerpo de maravilla. Yo iría comiendo y si vemos que se complica más, rajamos para Capatacía.
Con una amplia sonrisa dijo mi amigo:
-Mirá, creo que tenés razón y después de todo, si nos cae un rayo quedamos con los pelos de punta y salimos como un negativo de foto. Referente a los árboles y viendo por donde viene el viento, el que tenemos más cerca caería para el otro lado de la toldería. Así que…
Entre el viento, la lluvia intensa y los rayos que menudeaban aquí y allá, saboreamos debajo del toldo el exquisito guiso acompañado de un vaso abundante de vino tinto y una charla llena de risas y alegría recordando antiguas anécdotas vividas.
Cuando pasó la tormenta, la verdad no sé cuánto duró, porque cuando te comés un guiso con un amigo en el medio del caos, el tiempo se diluye y desaparece.
Al regresar al campamento el resto de amigos, el comentario casi al unísono fue: -¿Y se morfaron todo el guiso?
-Claro, es que un buen guiso siempre vale la pena.
Parque de Santa Teresa, Rocha República Oriental del Uruguay. En un verano austral.
Este breve relato nace de nuestro último viaje a la Tierra de los Pájaros Pintados hace ya ahora diez años exactos.
Hemos pretendido hacer un homenaje a ese sentimiento maravilloso que es el Amor, el amor fraterno. Un homenaje a la amistad y a los amigos.
Los protagonistas de este cuento, no se olviden que es un cuento escrito por un cuentista, son: Aldo, Selva, Willi, Ricardo (que nos dejó hace unos años), Marinela, Rulo, Rubito, Ruben, Lister, Ivana, Federico.
Hay tardecitas que sólo se pueden vivir en Montevideo. Dicen que es la capital más austral del mundo. Tal vez lo sea o tal vez sólo sea una extendida ciudad con poca gente perdida en el Sur de un planeta.
La ciudad en donde la tierra se convierte en punta de lanza como si quisiera clavarse en el mismísimo Polo Sur.
El río, tan ancho como la mar, el que le dio la vida a la ciudad y seguramente el nombre: Monte VI de Este a Oeste, según una antigua carta de navegación del Río de la Plata indicando la localización de una enorme y protectora bahía, refugio de navegantes.
El Río de la Plata o Paraná Guazú, nombre que le dieron los pueblos originarios, perdidos seguramente en las aguas del “río ancho como mar”, abraza la ciudad de Montevideo como una madre a su hija.
El río que no tiene nada de plata ni de color plateado, el de las aguas marrones, el que muere en el Atlántico, el que en las noches claras de verano hace emerger del horizonte la enigmática Cruz del Sur hecha de estrellas.
Las tardes junto al Río eran, para mí, tardes de amor, de lucha, de esperanzas. No buscábamos un mundo mejor, sinó vivir todo el mundo en un paraíso.
A pesar de su gran extensión, la ciudad de Montevideo siente al Río en todos sus barrios.
En las tardes noches de invierno la envuelve con su tupido, frío y húmedo aliento de niebla.
Los sonidos y las luces son engullidos por el manto gris que lo moja todo.
Calor de dos manos entrelazadas, pasos que retumban y la letra de algún tango que te llega por la niebla en el silbido rítmico y solitario de algún caminante:
“Con el pucho de la vida
Apretado entre los labios
La mirada turbia y fría
Y un poco lento el andar
Dobló la esquina del barrio
Curda ya de recuerdos
Como volcando un veneno
Esto se le oyó cantar
Vieja calle de mi barrio
Donde he dado el primer paso
Vuelvo a ti doblado el mazo
En difícil barajar
Con una daga en el pecho
Con mi sueño hecho pedazos
Que se rompió en un abrazo
Que le diera la verdad
Aprendí todo lo bueno
Aprendí todo lo malo
Sé del beso que se compra
Sé del beso que se da
Del amigo que es amigo
Siempre y cuando le convenga
Y sé que con mucha plata
Uno vale mucho más
Aprendí que en esta vida
Hay que llorar si otros lloran
Y si la murga se ríe
Uno se debe reír
No pensar ni equivocado ¿para qué?
Si igual se vive
Y además corres el riesgo
Que te bauticen gil
La vez que quise ser bueno
En la cara se me rieron
Cuando grité una injusticia
La fuerza me hizo callar
La esperanza fue mi amante
El desengaño mi amigo
Cada carta tiene contra
Y cada contra se da
Hoy no creo ni en mí mismo
Todo es truco todo es falso
Y aquel que está más alto
Es igual a los demás
Por eso no ha de extrañarte
Si alguna noche borracho
Me vieras pasar de brazos
Con quien no debo pasar…” Autores Gorrindo/Grela
La niebla que te sumerge en esa triste nostalgia del tango es la misma que hace acelerar dos corazones unidos en besos inolvidables escondidos en el manto gris de la niebla, amparados por un zaguán o una esquina cualquiera.
El mate en la rambla costanera sorbiendo lentamente la luz dorada del sol poniente y las charlas de miradas, sin palabras articuladas, inundan de paz las almas.
En las tardes de viento del SE, el que anuncia un inevitable temporal, te trae un mensaje de soledad y lejanía. Mensajes enviados por los hielos antárticos y océanos embravecidos, reino de pingüinos, lobos, leones marinos y gigantescas ballenas.
Después están las tardes envueltas en el perfume del jazmín gardenia. Arbolitos de flores blancas que inundan con su perfume dulce y fresco toda Montevideo, como una niebla invisible que la brisa del río esparce.
Las tardecitas que más me gustan son las que sopla el Pampero. Son las del aire límpio, el que cuando respiras te llena el alma y el cuerpo. Y ni qué decir del color del cielo, un azul tan intenso, tan profundo que sólo lo puedes ver en Montevideo. Después que el sol se esconde detrás del Cerro, empieza a verse el telón de la noche, escenografía para el espectáculo de teatro de las estrellas.
Por eso, las caricias y los besos en Montevideo nunca se olvidan porque los esconde la niebla y van envueltos de jazmines, estrellas y el viento que nunca los deja caer en el olvido del suelo.
A Montevideo su Río y mis gentes.
En un lugar de septentrión a 27 de octubre de 2022.
Aquel carnaval coincidía con los últimos días de febrero. Quedaba poco para acabar el verano y entrar de lleno en el otoño.
Era notorio que los días se iban acortando. En el aire se respiraba ya la luz otoñal y esa melancolía que traen como una manta las noches largas.
Hablando de noches, ya se notaba el fresco que hacía tiritar de frío a las estrellas. Era casi obligado ponerse calcetines, zapatos cerrados y llevar a la tarde una chaqueta o un jersey, puesto, colgado del brazo o sobre los hombros con las mangas anudadas al pecho.
Quedaban pocos días para comenzar las clases o sea el año escolar. Por eso los chiquilines del barrio intentábamos disfrutar al máximo las delicias que nos traía el verano.
Jugar partidos de fútbol en la calle, mareaditos, como le llamábamos. Tirarnos con las chatas construidas con las maderas de un fondo de cajón de verduras, dos ejes salientes de madera, el posterior fijo y el anterior móvil para poder direccionar el vehículo, estos ejes llevaban encajados cuatro cojinetes o rulemanes, como les decíamos, a modo de metálicas ruedas. Con estas maravillas nos tirábamos por las pendientes calles del Cerrito de la Victoria, nuestro barrio. Al ir a tan poca distancia del suelo, de ahí el nombre de chata, la sensación de velocidad y libertad eran únicos y más para niños de entre siete y once años. Las carreras emocionantes que se organizaban. En la meta no teníamos bandera de cuadros pero nunca faltaba alguien con un un llamativo trapo de cocina, sustraído de la casa peligrosamente, jamás había el consentimiento familiar para llevarse un trapo de secar los platos.
Otra de las delicias del verano era jugar al “chate-piedra”. Un juego bastante parecido a las bochas pero sin bochas. En lugar de estas bolas de madera utilizábamos piedras o trozos de hormigón planos. Como las calles eran de cemento se deslizaban muy bien impactando en la piedra del contrincante y desplazándola del camino trazado. Todo un oficio de puntería.
Luego estaban las “guerras” con hondas, arcos o dardos, siempre intentando acertar a blancos predeterminados. Si bien evitábamos los accidentes, de vez en cuando se producía alguna pequeña herida entre los contendientes. Cuando esto pasaba, la bronca de los padres llegaba a ser monumental, con requisamiento de armamento y penitencia que duraba días. Por eso había que evitarlo.
Luego disfrutábamos sin límites los juegos grupales, “el librado”, “la escondida” o la “rayuela”.
Jugar bajo la lluvia de verano sólo con el pantalón corto era otra de las delicias. Fabricar barquitos de papel de estraza, hacerlos navegar por las aguas bravas de la torrentada o en los mares interiores y calmos de los charcos, nos despertaba la imaginación más extrema. Algunos eran destruidos por la incontenible fuerza de un huracán oceánico, otros, los que llegaban a ser engullidos por las enorme “boca de tormentas”, alcantarillas, seguían su lucha infatigable y heroica por los ríos subterráneos con destino al gran río, el ancho como mar. Allí vencerían en singulares batallas a galeones españoles con más de treinta cañones y devolverían el oro y la plata que habían robado a los pueblos indios del Norte allá en la enorme serranía de los Andes. Otras veces se tenían que enfrentar a temibles navíos piratas, ingleses o franceses que atacaban y robaban poblaciones de la costa del Gran Río. Eso sí con los que se aliaban siempre para combatir a portugueses y españoles era con los Corsarios de Artigas, aquellos barcos con bandera de la Confederación de las Provincias Unidas del Río de la Plata, armados por una Gran Nación que comenzaba su andadura en la democracia por aquellos tiempos: Estados Unidos.
Luego que pasaba la lluvia, montábamos en el jardín de la casa un auténtico barco de guerra. De los cuadrados metálicos del largo portón, salían unos troncos cilíndricos a modo de cañones. Invencibles. Unas veces éramos patriotas corsarios y otras desalmados piratas. El hecho es: siempre ganábamos.
Pero en los veranos cuando llegaba carnaval el disfrute llegaba a cotas inimaginables.
Primero recorríamos el barrio leyendo en los pizarrones de los clubes o sedes sociales que montaban tablados, escenarios donde actuaban las murgas o parodistas.
Los comentarios eran: “En le Club Industrias están los Diablos Verdes, Curtidores de Hongos y la Soberana”. “Sí pero en la Peña Vecinal Vivir vienen Asaltantes con Patente, La Escuelita del Crimen y Araca la Cana”. Esperábamos también a los Saltimbanquis, Patos Cabreros o la Milonga Nacional….
Lo primero que hacíamos evidentemente era armar nuestra propia murga.
Dos tapas de ollas grandes, sustraídas con sigilo de las cocinas, hacían de platillos. Unas latas grandes de conservas vacías perforadas simétricamente para atarles una cuerda, así colgaban como si fueran redoblantes que hacíamos sonar con dos palitos finos. Las latas grandes de aceite o queroseno, servían de bombos.
Luego, imprescindible para ser un verdadero murguista, había que pintarse la cara.
Pinturas no teníamos, como mucho podíamos utilizar un lápiz de labios rojo, pero eso era de alto riesgo, alguno de los amigos lo tenía que robar a su madre, asumiendo las terribles consecuencias si era descubierto. Por lo tanto utilizábamos mayoritariamente la pintura más asequible que teníamos: el negro hollín de un tapón de corcho quemado en una punta. El amigo que nos pintaba la cara lo utilizaba como un lápiz gordo.
Así quedábamos con las caras negras, a veces se veía claramente una estrella o una media luna. La mayoría de las veces eran rayas o círculos negros sobre los cachetes.
Todos embetunados de negro, las sonrisas lucía mucho más.
En esa felicidad salíamos por las calles del barrio imitando los bailes de las murgas y cantando trozos que nos sabíamos de memoria de algunas de las letras más famosas.
Casi siempre empezábamos con una letra de los Patos Cabreros de 1927 escrita por Omar Odriozola:
“Uruguayos campeones, de América y el mundo, esforzados atletas que acaban de triunfar, los clarines que dieron las dianas en Colombes, más allá de los Andes volvieron a sonar…”
“Retirada” 1968 de la murga “Milonga Nacional”, con letra de Carlos Modernell.
“Fue en noches de carnavales
que escuchamos al pasar
la pregunta de aquel niño:
¿Qué es una murga, mamá?
Murga: murga es una golondrina
Que en su romántico vuelo
Barriletes de ilusión
Va recortando en el cielo.”
Murga es el imán fraterno
Que al pueblo atrae y hechiza.
Murga es la eterna sonrisa
En los labios de un Pierrot,
Quijotesca bufonada
Que se aplaude con cariño,
Es la sonrisa de un niño
Al que ofrendan su canción…”
Cuando comenzaba a oscurecer íbamos corriendo a la puerta de los clubes donde había tablado para esperar la llegada de las murgas.
Estos venían en camiones grandes con la lona tapando la zona de carga. No fuera a ser que lloviera y se mojaran los vistosos trajes de los murguistas.
Los escuchabas venir de lejos. Los tres músicos con bombo, platillos y redoblante, iban siempre sentados al final de la caja del camión con las piernas colgando de la puerta abatida. El sonido de los platillos acompañados de algún redoble mientras el camión avanzaba veloz llenaba las calles de sonrisas y alegría.
– Mirá, mirá, allá viene el camión, seguro que son los Diablos Verdes.
– No, yo creo que son los Patos Cabreros….
Así es que nos quedó para siempre esta “retirada”:
Línea Maginot (1940)
«Se van, se van los Patos,
Los Asaltantes se van,
Se va La Gran Muñeca,
La Milonga Nacional,
Se van se van los Hongos,
Araca la Cana se va
Con Bochinche y compañia
Linea Maginot se va.»
Y así se pasaban los días de carnaval despidiendo el verano.
A mi hermano Aldo, con el cual “sentados al cordón de la vereda, bajo la sombra de algún árbol bonachón, vimos pasar coquetos carnavales, careta viva….”
Entre lobos y océano duerme el Polonio. Aprovecha el sol del verano para hacer la siesta.
Sabe bien que es difícil dormir en los largos días y más largas noches de tormenta. Días y noches de vientos fríos con la mar estallando olas en las rocas y un aguacero de flechas.
La luz del faro inquieta avisa a los barcos del peligro que acecha.
Dicen que a veces sirenas y tritones empujan barcos a estrellarse con las rocas. Avisan a los hombres que la mar y la tormenta les pertenecen.
Sobrecoge el alma ver la luna de Agosto, la de hielo, ver el ancho camino de luz que deja. Sólo transitado por tritones sirenas viajando al Sur a los hielos eternos de la Antártida.
Dicen que con el hielo hacen collares que parecen de diamantes. Otros dicen que llevan las almas de los marineros que estrellaron sus barcos en las rocas.
Creo que son todas fábulas que cuentan petreles y albatros a los lobos cuando descansan en las rocas.
Por eso el Polonio aprovecha el sol del verano para hacer la siesta.
Si te estiras en una de las redondas y sensuales rocas, dormirás el sueño de una siesta.
Desaparece el tiempo y tu alma sobrevuela lobos, faro, océano y roca. Sientes la sensación de infinito. Sabes entonces que eres abismo, que eres lejanía, que eres poesía en las alas del viento.
Las siestas del Polonio son inolvidables igual que los temporales y tormentas.
Los sentidos son puentes a las emociones. Sentimientos luego, que brotan del alma.
Una melodía lejana, unas risas, el rumor de las olas, oír la cascada, el susurro del viento en las agujas de los pinos, el estruendo del rayo en la tormenta desatada. Sonidos que me hacen sentir nostalgia.
Ver un cielo gris encapotado, un barco navegando en la distancia, un camino borrado por la niebla, un llanto, ver adoquines mojados. Son imágenes que me hacen sentir tristeza melancólica, cercana y lejana.
Oler en una mañana el pan recién horneado, el café caliente y la leche derramada, el perfume de gardenias inundando una calle, las flores de madreselvas y cuando empieza la lluvia, el perfume de tierra mojada, el delicioso olor a estofado. Perfumes u olores que me llenan de paz, de alegría en calma.
El sabor del chocolate negro, el del pan mojado en una salsa, el sabor de las algas, de los ñoquis de un domingo, el del vino tinto con queso de vaca. Sabores que me hacen sentir seguro, con el corazón en calma.
Sentir el aire fresco en la cara, el agua de la mar mientras nadas, lo blando y tibio de los labios de una boca enamorada, la caricia porque sí, las manos calientes, el juego de las cosquillas, los pies en la hierba fresca, mojada, los cuerpos en el abrazo, fraterno o apasionado. Tactos que me hacen sentir feliz, unido a todas las cosas.
Qué fortuna más grande los sentidos que nos llevan al envolvente, disolvente, expandido Amor.
Juguemos a hacer mezcla de sentidos a ver qué sentimiento resulta.
«Bajo un cielo gris, camino en una tormenta desatada. La calle se borra en la niebla. Al entrar al bar el perfume del café caliente me embriaga. Tus manos tibias acarician mi cara mojada.»
«Entro a la mar acompañado del rumor de las olas. Un barco se pierde en la distancia. Intenso perfume de agua salada. Mientras la mar me acaricia con sus aguas, paso la lengua por mis labios con sabor a algas.»
«El cielo está gris y encapotado. De la cocina surgen risas. Antes de entrar ya huelo el pan recién horneado. -Prueba con un trozo de pan la salsa- ¡qué rico está este estofado! Mi madre me abraza.»
«Después de escuchar el estruendo del rayo y las gotas golpeando el paraguas, los adoquines brillan mojados. El perfume de gardenias envuelve la tarde. Los dos nos detenemos bajo el paraguas. Saboreamos los labios con gusto a madreselvas. Nos fundimos en un abrazo sin dejar de besarnos.»
Amo todo lo que siento. También lo que provoca ira, dolor o rabia. Sólo saber que los sentimientos son combinables usando los sentidos. Que todo nos lleva a ser viajeros del Amor.
P.D.: Escrito en una mañana que me desperté envuelto por una vieja nostalgia y en el aire un intenso olor de agua.
Estamos acostumbrados a mirar el tiempo como si fuera una línea. No sabemos dónde comienza y menos donde acaba. Así instalamos nuestras vidas sobre una de esas líneas. Al nacer le hacemos una marca y cuando morimos alguien hará otra marca indicando el «tiempo» que duró nuestra vida.
Cada uno debe de tener una línea. Me imagino que vistas desde lejos, deben parecerse a una ventana con percianas de láminas. Aunque sin dudas su estructura es irregular. Por ejemplo deben de haber tramos en que dos líneas se tocan. Recorren un trozo de tiempo lineal paralelo. Siempre regido por las marcas de «inicio» y «final» de cada línea. Deben de ser, esos trocitos paralelos, los que compartimos vida con parejas, hijos, amigos… Luego está todo el tiempo o línea que sobra antes y después de las marcas. ¿lo ocupan otras personas? ¿se pierde en la nada?. Un misterio.
En una de mis fotos, siempre buscando el efecto de la luz en las cosas, surgió una idea. Inconsistente y etérica como todas las ideas.
Al acercarme a la «ventana» que abrió el objetivo de la cámara surgió de pronto un concepto, igual que las dos pequeñas figuras «humanoides» que se ven con claridad. Tal vez todo es un inmenso «caldo» donde flotan libremente infinitos universos. Donde la línea que le hemos atribuido al tiempo es un círculo, que con otros infinitos círculos forma una esfera. Algo así como una madeja de lana, tan compactada que no hay punta de inicio o punta de final.
Entre el sol, las ramas y el lente de la cámara, entramos a una de las infinitas ventanas que nos llevan a cualquier punto de la madeja de lana.
Por eso creo que en el silencio y la calma podemos entrar en la magia. La magia de poder viajar libres por la infinita madeja de lana. Ir a los puntos que nuestros corazones y nuestras almas quieren vivir sin las marcas en una línea seguramente inventada.