TARDECITAS DE MONTEVIDEO

                                 

Hay tardecitas que sólo se pueden vivir en Montevideo. Dicen que es la capital más austral del mundo. Tal vez lo sea o tal vez sólo sea una extendida ciudad con poca gente perdida en el Sur de un planeta. 

La ciudad en donde la tierra se convierte en punta de lanza como si quisiera clavarse en el mismísimo Polo Sur. 

El río, tan ancho como la mar, el que le dio la vida a la ciudad y seguramente el nombre: Monte VI de Este a Oeste, según una antigua carta de navegación del Río de la Plata indicando la localización de una enorme y protectora bahía, refugio de navegantes. 

El Río de la Plata o Paraná Guazú, nombre que le dieron los pueblos originarios, perdidos seguramente en las aguas del “río ancho como mar”, abraza la ciudad de Montevideo como una madre a su hija.

El río que no tiene nada de plata ni de color plateado, el de las aguas marrones, el que muere en el Atlántico, el que en las noches claras de verano hace emerger del horizonte la enigmática Cruz del Sur hecha de estrellas.

Las tardes junto al Río eran, para mí,  tardes de amor, de lucha, de esperanzas. No buscábamos un mundo mejor, sinó vivir todo el mundo en un paraíso. 

A pesar de su gran extensión, la ciudad de Montevideo siente al Río en todos sus barrios.

En las tardes noches de invierno la envuelve con su tupido, frío y húmedo aliento de niebla.

Los sonidos y las luces son engullidos por el manto gris que lo moja todo. 

Calor de dos manos entrelazadas, pasos que retumban y la letra de algún tango que te llega por la niebla en el silbido rítmico y solitario de algún caminante:

“Con el pucho de la vida

Apretado entre los labios

La mirada turbia y fría

Y un poco lento el andar

Dobló la esquina del barrio

Curda ya de recuerdos

Como volcando un veneno

Esto se le oyó cantar

Vieja calle de mi barrio

Donde he dado el primer paso

Vuelvo a ti doblado el mazo

En difícil barajar

Con una daga en el pecho

Con mi sueño hecho pedazos

Que se rompió en un abrazo

Que le diera la verdad

Aprendí todo lo bueno

Aprendí todo lo malo

Sé del beso que se compra

Sé del beso que se da

Del amigo que es amigo

Siempre y cuando le convenga

Y sé que con mucha plata

Uno vale mucho más

Aprendí que en esta vida

Hay que llorar si otros lloran

Y si la murga se ríe

Uno se debe reír

No pensar ni equivocado ¿para qué?

Si igual se vive

Y además corres el riesgo

Que te bauticen gil

La vez que quise ser bueno

En la cara se me rieron

Cuando grité una injusticia

La fuerza me hizo callar

La esperanza fue mi amante

El desengaño mi amigo

Cada carta tiene contra

Y cada contra se da

Hoy no creo ni en mí mismo

Todo es truco todo es falso

Y aquel que está más alto

Es igual a los demás

Por eso no ha de extrañarte

Si alguna noche borracho

Me vieras pasar de brazos

Con quien no debo pasar…” Autores Gorrindo/Grela

La niebla que te sumerge en esa triste nostalgia del tango es la misma que hace acelerar dos corazones unidos en besos inolvidables escondidos en el manto gris de la niebla, amparados por un zaguán o una esquina cualquiera.

El mate en la rambla costanera sorbiendo lentamente la luz dorada del sol poniente y las charlas de miradas, sin palabras articuladas, inundan de paz las almas.

En las tardes de viento del SE, el que anuncia un inevitable temporal, te trae un mensaje de soledad y lejanía. Mensajes enviados por los hielos antárticos y océanos embravecidos, reino de pingüinos, lobos, leones marinos y gigantescas ballenas. 

Después están las tardes envueltas en el perfume del jazmín gardenia. Arbolitos de flores blancas que inundan con su perfume dulce y fresco toda Montevideo, como una niebla invisible que la brisa del río esparce. 

Las tardecitas que más me gustan son las que sopla el Pampero. Son las del aire límpio, el que cuando respiras te llena el alma y el cuerpo. Y ni qué decir del color del cielo, un azul tan intenso, tan profundo que sólo lo puedes ver en Montevideo. Después que el sol se esconde detrás del Cerro, empieza a verse el telón de la noche, escenografía para el espectáculo de teatro de las estrellas.

Por eso, las caricias y los besos en Montevideo nunca se olvidan porque los esconde la niebla y van envueltos de jazmines, estrellas y el viento que nunca los deja caer en el olvido del suelo.

A Montevideo su Río y mis gentes.

En un lugar de septentrión a 27 de octubre de 2022.

UN CUMPLEAÑOS EN EL VERANO AUSTRAL – ENERO

Jazmín del cabo

Hacía ja un buen rato que los gallos del barrio me habían despertado. Como todavía estaba oscuro, antes de levantarme, disfrutaba del tacto agradable de la sábana que me cubría. La mañana a pesar de ser verano era muy fresca, como suelen ser las mañanas de finales de Enero en el Sur de América.

Por la ventana abierta de la habitación entraba el fresco, típico aliento de un amanecer de Enero. El aire vibraba en una mezcla de cantos de gallos y gritos de alegría de los venteveos. Madrugadores irreductibles de las mañanas de verano, los venteveos, despertadores de plumas amarillas y negras repitiendo …”bien te veo”. Los niños para reírnos de alguien o simplemente gastarle una broma transformamos el canto en “bicho feo”. Incluso lo silbamos para decirle a alguien que es un “bicho feo”.

Los grillos también se sumaban a la aérea sinfonía de la mañana. Algo cansados de cantar toda la noche a la luna y las estrellas, esperaban la salida del sol e irse a dormir y pasar el canto a las chicharras.

De pronto por el trozo de cielo que la ventana me regala, comienza a aparecer pintada la enigmática hora azul. Las estrellas se van disolviendo en el cada vez más claro azul del amanecer.

Las pequeñas gotas de rocío que se habían posado durante la noche en los pétalos de los jazmines del cabo y en las espigadas flores de la lavanda, se iban evaporando lentamente. Humedecían el aire del dulce y delicioso perfume de los jazmines y las lavandas. Enero se convertía así en un caudaloso río lleno de perfumes y sonidos que inundaba todo Montevideo.

Desde mi barrio, el que está acostado en una de las faldas del Cerrito de la Victoria, el de la triunfante batalla en la Guerra de Independencia, el de donde se puso sitio a la colonial y amurallada Montevideo, me llegaban los familiares sonidos de una mañana de Enero.

Antes que la calle despertara y los árboles dieran su sombra sonaba el estridente carro del lechero. Lo escuchaba venir desde lejos. Cada vez que el rutinario caballo estiraba del carro después de la parada a la orden de “soooooo” del lechero, las botellas de leche, vacías, colocadas en los casilleros metálicos para diez unidades, producían un ruido continuo de cristales rompiéndose. Evidentemente no se rompía ni una, pero el ruido era como si se estuvieran rompiendo todas. Por fin se detenía en la puerta de casa. Desde mi refugio, en la cama, seguía la secuencia del lechero. “Soooooo”, se detenía el caballo, el lechero, hacía girar la rueda del freno para que el carro no se moviera, es que la calle hacía pendiente. Sacaba dos botellas llenas, abría el portón de casa, atravesaba el jardín y se dirigía a la columna que sostenía el porche, bien cubierta por la frondosa hiedra. Entre las hojas de la hiedra estaban las dos botellas vacías con el dinero dentro que mi madre a la noche, antes de irse a dormir había dejado junto a la hiedra. Nos dejaba las botellas llenas y partía. El caballo al sentir que liberaban al carro del freno, volvía a tirar produciendo el ensordecedor ruido de cascabeles que hacían los casilleros con botellas vacías. Así hasta la siguiente casa donde detenerse.

Todo parecía normal pero no. Hoy era mi cumpleaños. Inevitable no pensar en los regalos. Primero pasaban por mi cabeza los ansiados, aquellos regalos que ni tan sólo los Reyes, con su poderosa magia traían. El tren eléctrico o el maravilloso avión a fricción que al hacer girar las ruedas en el suelo se encendían unas luces en las alas y en la cola. Seguro me regalarían alguno de los libros que faltaban para completar los 23 volúmenes de la “Enciclopedia de Oro” que tanto utilicé y de la que tanto aprendí. Eso era un excelente regalo.

También pensaba en los calcetines, calzoncillos, camisas o zapatos que no podían faltar. Si me regalaban zapatos, que fueran esos de charol, los de una parte con cuero blanco y la otra con cuero negro o marrón, como los que salían en las películas de gangsters. Esos me encantaban y todavía hoy, me encantan.

Bueno hoy es mi cumpleaños y era un día para disfrutarlo.

Mi madre y mi hermana aparecían al pie de la cama: -Feliz cumpleaños Nando-

-A levantarse que es tarde y hay muchas cosas para preparar- Mientras me hacía el dormido las risas estallaban cuando mi hermana me hacía cosquillas en los pies.

-Ves que no está tan dormido-

En la cocina, tomaba la enorme taza de cocoa disuelta en leche fría, todo comenzaba a llenarse de perfumes de fiesta. Saboreaba el delicioso pan “marcellés” untado con manteca y mermelada de las naranjas amargas del fondo de casa. ¡Qué delicia!

En la enorme radio de lámparas se escuchaban tangos emitidos por Radio Sarandí o Radio Carve. El mate dulce circulaba sin parar, era el preferido de mi madre y hermana. De vez en cuando me tomaba alguno. Me gustaba el sabor del cedrón o el de la piel de naranja seca que le ponían.

En poco rato el perfume de las pizzas, los escones y las “pildoritas” llenaban la casa de olor a celebración.

Lo que más me fascinaba eran las tortas donde después iban las velas correspondientes. Algunos años eran tortas con forma de barco. Mi madre recortaba el bizcochuelo en tres partes dando forma a un espectacular barco. Otras veces la torta era una cancha de fútbol. La hacía con coco rallado teñido con anilina verde para formar el césped. Los jugadores de ambos equipos eran de azúcar pintados de los colores de Nacional y Peñarol. Todo un espectáculo y además riquísimo.

Después de comer venía la imposible siesta. Muy poco rato duraba y como era mi cumpleaños, pleno verano y hacía calor, me dejaban organizar una “guerra” de agua. La manguera del jardín conectada, dos o tres baldes de agua preparados y la fiesta comenzaba. Consistía en mojar a todo el mundo que se acercara al “campo de batalla”. Carreras, risas y agua refrescante llenaban la calurosa tarde.

Sobre las 6 tocaba una buena ducha. Mi madre me ponía bastante agua de colonia, gomina en el pelo y me peinaban un impresionante jopo que se mantendría hasta la hora de ir a dormir. Pantalón corto azul marino con dos tiradores, camisa blanca almidonada de manga larga y medias blancas hasta las rodillas.

Ya estaba preparado para recibir a los invitados.

Mientras llegaban los invitados, la noche se iba instalando en el barrio. Era el momento de empezar los juegos con todos los niños. Casi siempre empezábamos por “el librado”, algo así como “ladrón y policía”. Luego cuando la noche ocupaba todos los rincones, era el turno del “escondite”. -Uno, dos, tres, cuatro…..

-Estás vichando-

-No, no vi nada-

-Si, hacés trampas- Las eternas discusiones que siempre se arreglaban. Es que en el barrio teníamos infinidad de escondites y nadie era tan, tan tramposo.

Cansados y tranquilizados por el maravilloso perfume de los jazmines que inundaban el barrio en una noche de Enero, nos tirábamos en el césped a mirar el cielo.

Los grillos acompañaban a las estrellas de Orión, el gran cazador celestial, con sus fieles perros en su intento de cazar a las 7 hermanas cabritas del cielo (las Pléyades). Cuando veíamos la Cruz del Sur entre la copa de los árboles, ya sabíamos que era hora de ir a dormir.

Guardar los regalos, echar “flit” en la habitación para espantar a los mosquitos, abrir de par en par la ventana, mirar las estrellas y soñar, soñar con hadas, duendes y doncellas. Esos seres que por las noches se escapan de los libros de cuentos y viven sus aventuras en los sueños de los niños. Tal vez mañana me despierte el carro del lechero o los gallos del barrio, siempre tan madrugadores.

Hoy ha sido un gran día, un lindo cumpleaños.