
Hacía ja un buen rato que los gallos del barrio me habían despertado. Como todavía estaba oscuro, antes de levantarme, disfrutaba del tacto agradable de la sábana que me cubría. La mañana a pesar de ser verano era muy fresca, como suelen ser las mañanas de finales de Enero en el Sur de América.
Por la ventana abierta de la habitación entraba el fresco, típico aliento de un amanecer de Enero. El aire vibraba en una mezcla de cantos de gallos y gritos de alegría de los venteveos. Madrugadores irreductibles de las mañanas de verano, los venteveos, despertadores de plumas amarillas y negras repitiendo …”bien te veo”. Los niños para reírnos de alguien o simplemente gastarle una broma transformamos el canto en “bicho feo”. Incluso lo silbamos para decirle a alguien que es un “bicho feo”.
Los grillos también se sumaban a la aérea sinfonía de la mañana. Algo cansados de cantar toda la noche a la luna y las estrellas, esperaban la salida del sol e irse a dormir y pasar el canto a las chicharras.
De pronto por el trozo de cielo que la ventana me regala, comienza a aparecer pintada la enigmática hora azul. Las estrellas se van disolviendo en el cada vez más claro azul del amanecer.
Las pequeñas gotas de rocío que se habían posado durante la noche en los pétalos de los jazmines del cabo y en las espigadas flores de la lavanda, se iban evaporando lentamente. Humedecían el aire del dulce y delicioso perfume de los jazmines y las lavandas. Enero se convertía así en un caudaloso río lleno de perfumes y sonidos que inundaba todo Montevideo.
Desde mi barrio, el que está acostado en una de las faldas del Cerrito de la Victoria, el de la triunfante batalla en la Guerra de Independencia, el de donde se puso sitio a la colonial y amurallada Montevideo, me llegaban los familiares sonidos de una mañana de Enero.
Antes que la calle despertara y los árboles dieran su sombra sonaba el estridente carro del lechero. Lo escuchaba venir desde lejos. Cada vez que el rutinario caballo estiraba del carro después de la parada a la orden de “soooooo” del lechero, las botellas de leche, vacías, colocadas en los casilleros metálicos para diez unidades, producían un ruido continuo de cristales rompiéndose. Evidentemente no se rompía ni una, pero el ruido era como si se estuvieran rompiendo todas. Por fin se detenía en la puerta de casa. Desde mi refugio, en la cama, seguía la secuencia del lechero. “Soooooo”, se detenía el caballo, el lechero, hacía girar la rueda del freno para que el carro no se moviera, es que la calle hacía pendiente. Sacaba dos botellas llenas, abría el portón de casa, atravesaba el jardín y se dirigía a la columna que sostenía el porche, bien cubierta por la frondosa hiedra. Entre las hojas de la hiedra estaban las dos botellas vacías con el dinero dentro que mi madre a la noche, antes de irse a dormir había dejado junto a la hiedra. Nos dejaba las botellas llenas y partía. El caballo al sentir que liberaban al carro del freno, volvía a tirar produciendo el ensordecedor ruido de cascabeles que hacían los casilleros con botellas vacías. Así hasta la siguiente casa donde detenerse.
Todo parecía normal pero no. Hoy era mi cumpleaños. Inevitable no pensar en los regalos. Primero pasaban por mi cabeza los ansiados, aquellos regalos que ni tan sólo los Reyes, con su poderosa magia traían. El tren eléctrico o el maravilloso avión a fricción que al hacer girar las ruedas en el suelo se encendían unas luces en las alas y en la cola. Seguro me regalarían alguno de los libros que faltaban para completar los 23 volúmenes de la “Enciclopedia de Oro” que tanto utilicé y de la que tanto aprendí. Eso era un excelente regalo.
También pensaba en los calcetines, calzoncillos, camisas o zapatos que no podían faltar. Si me regalaban zapatos, que fueran esos de charol, los de una parte con cuero blanco y la otra con cuero negro o marrón, como los que salían en las películas de gangsters. Esos me encantaban y todavía hoy, me encantan.
Bueno hoy es mi cumpleaños y era un día para disfrutarlo.
Mi madre y mi hermana aparecían al pie de la cama: -Feliz cumpleaños Nando-
-A levantarse que es tarde y hay muchas cosas para preparar- Mientras me hacía el dormido las risas estallaban cuando mi hermana me hacía cosquillas en los pies.
-Ves que no está tan dormido-
En la cocina, tomaba la enorme taza de cocoa disuelta en leche fría, todo comenzaba a llenarse de perfumes de fiesta. Saboreaba el delicioso pan “marcellés” untado con manteca y mermelada de las naranjas amargas del fondo de casa. ¡Qué delicia!
En la enorme radio de lámparas se escuchaban tangos emitidos por Radio Sarandí o Radio Carve. El mate dulce circulaba sin parar, era el preferido de mi madre y hermana. De vez en cuando me tomaba alguno. Me gustaba el sabor del cedrón o el de la piel de naranja seca que le ponían.
En poco rato el perfume de las pizzas, los escones y las “pildoritas” llenaban la casa de olor a celebración.
Lo que más me fascinaba eran las tortas donde después iban las velas correspondientes. Algunos años eran tortas con forma de barco. Mi madre recortaba el bizcochuelo en tres partes dando forma a un espectacular barco. Otras veces la torta era una cancha de fútbol. La hacía con coco rallado teñido con anilina verde para formar el césped. Los jugadores de ambos equipos eran de azúcar pintados de los colores de Nacional y Peñarol. Todo un espectáculo y además riquísimo.
Después de comer venía la imposible siesta. Muy poco rato duraba y como era mi cumpleaños, pleno verano y hacía calor, me dejaban organizar una “guerra” de agua. La manguera del jardín conectada, dos o tres baldes de agua preparados y la fiesta comenzaba. Consistía en mojar a todo el mundo que se acercara al “campo de batalla”. Carreras, risas y agua refrescante llenaban la calurosa tarde.
Sobre las 6 tocaba una buena ducha. Mi madre me ponía bastante agua de colonia, gomina en el pelo y me peinaban un impresionante jopo que se mantendría hasta la hora de ir a dormir. Pantalón corto azul marino con dos tiradores, camisa blanca almidonada de manga larga y medias blancas hasta las rodillas.
Ya estaba preparado para recibir a los invitados.
Mientras llegaban los invitados, la noche se iba instalando en el barrio. Era el momento de empezar los juegos con todos los niños. Casi siempre empezábamos por “el librado”, algo así como “ladrón y policía”. Luego cuando la noche ocupaba todos los rincones, era el turno del “escondite”. -Uno, dos, tres, cuatro…..
-Estás vichando-
-No, no vi nada-
-Si, hacés trampas- Las eternas discusiones que siempre se arreglaban. Es que en el barrio teníamos infinidad de escondites y nadie era tan, tan tramposo.
Cansados y tranquilizados por el maravilloso perfume de los jazmines que inundaban el barrio en una noche de Enero, nos tirábamos en el césped a mirar el cielo.
Los grillos acompañaban a las estrellas de Orión, el gran cazador celestial, con sus fieles perros en su intento de cazar a las 7 hermanas cabritas del cielo (las Pléyades). Cuando veíamos la Cruz del Sur entre la copa de los árboles, ya sabíamos que era hora de ir a dormir.
Guardar los regalos, echar “flit” en la habitación para espantar a los mosquitos, abrir de par en par la ventana, mirar las estrellas y soñar, soñar con hadas, duendes y doncellas. Esos seres que por las noches se escapan de los libros de cuentos y viven sus aventuras en los sueños de los niños. Tal vez mañana me despierte el carro del lechero o los gallos del barrio, siempre tan madrugadores.
Hoy ha sido un gran día, un lindo cumpleaños.
