Los que nacimos en el hemisferio Sur, de este planeta de la aguas al que llamamos Tierra, crecimos celebrando la Navidad dos o tres días después del solsticio de verano.
Días de calor en las praderas, que se refrescaban en las aguas del gran río, tan grande que los propios montevideanos de decimos «mar».
Todos los habitantes de Montevideo sabemos que no es un mar, pero como con sus 300 kilómetros de ancho es imposible divisar la otra costa, simplemente le decimos «mar». Ya nuestros hermanos emplumados le llamaban «Paraguasu», (del guaraní «mar grande»), hasta que llegaron los europeos, fortificándose en Sacramento y más tarde Montevideo, siempre a sus orillas, y lo rebautizaron con el nombre de uno de sus sueños de riqueza, Río de la Plata, pensando que de sus largos afluentes, los ríos Uruguay y Paraná llegarían, fruto del saqueo, ingentes obras de orfebrería de plata pura. Con la plata se equivocaron pero no en hacer crecer Montevideo bordeando la enorme bahía coronada con un cerro, que protegería a los navegantes de las imprevisibles tormentas del río y expuesta a los vientos dominantes del Sur, como el frío Pampero, cosa que daría a sus habitantes el deleite de disfrutar veranos frescos, (predominan las temperaturas de 24 – 25º C durante el día y 17 -18º C durante las noches).
Para los niños, nos resultaba extraño celebrar el nacimiento de Jesús, «el hijo de Dios», en plena eclosión de la naturaleza, con jornadas de playa y noches mirando estrellas, no sabíamos que eramos un País tan nuevo que vivíamos las tradiciones que habían traído nuestros padres o abuelos inmigrantes europeos. Así era que con toda la alegría del mundo, montábamos en las casas hermosos pesebres con papeles de cartón piedra, techos de paja con el blanco algodón encima para simular la helada nieve caída la noche anterior. Armábamos un árbol también hecho de varillas y alambre revestido de papel verde cortado de tal forma que imitaba las hojas de aguja de los inexistentes abetos de nuestra tierra. Al árbol lo decorábamos con frágiles bolas de colores, guirnaldas doradas, finas y pequeñas velas de colores, las mismas que se ponen para soplar las tortas de aniversario, y como no, el infaltable algodón sobre las ramas a modo de nieve.
Pero lo que más me gustaba de estas fiestas, era que no teníamos escuela, porque habíamos empezado las vacaciones ya a comienzo de diciembre, recordemos que estamos en el hemisferio Sur y los cursos escolares entran en un año natural, van de marzo a diciembre. La otra cosa que me fascinaba era el poder estar medio desnudo todo el día, jugar a la pelota descalzo, pisar la hierba fresca o sentir la suavidad del barro en los pies metido en una charca «cazando» renacuajos. Otro de los placeres era jugar con el agua, mientras se «baldeaba» la vereda, con baldes o manguera. Cuando usábamos la manguera, me encantaba empapar el porche de granito negro pulido que había a la entrada de mi casa. Quedaba una deslizante pista de agua en la cual apoyando los pies en la única pared lateral del porche, me impulsaba recorriendo como un astronauta en «paseo espacial» los 4 metros que tenía de largo el porche. Otras veces, sobre la fina película de agua de la piedra pulida, colocaba barquitos de papel, montando impresionantes flotas de guerra que combatían por la libertad de sus pueblos, o traían hermosos tesoros de tierras tan lejanas, que sólo las podíamos alcanzar en el mundo de los sueños de un niño. Luego cuando llegaba la noche, estirarse en el jardín a ver el cielo del Sur, superpoblado de estrellas a pesar de la luna, montando con líneas imaginarias las figuras que formaban las constelaciones, siempre partiendo de la Cruz del Sur y sumergidos en la dulce fragancia del inmaculado jazmín del cabo. Mientras esperábamos que llegara el duende del sueño, hablábamos de qué estrella podrían salir los Reyes Magos, que seguramente sus vehículos se parecían mucho a dromedarios, por eso alguien lo confundió, también suponíamos que estaba claro que dominaban a la perfección el tiempo y el espacio, ya que era imposible llevar regalos a todos los niños de la Tierra en una sola noche.
Así transcurrían las noches frescas, llenas de perfumes y concierto de grillos. Después del mediodía empezaban las tardes largas, dormitadas en siestas debajo de un árbol de sombra espesa y fresca acunados por el chirriar de las chicharras. Retumbando a lo lejos el grito fresco del vendedor de helados…”helaaaados, conaprole helaaaados…”. Deseando que en su recorrido pasara por nuestra calle ya que nos habíamos pasado más de un mes “recaudando” dinero abordando vecinos y transeúntes con la frase, “me da un vintén pa’l juda”, y ese dinero era utilizado para esas “delicateses” que no siempre en nuestras casas nos podían comprar.
Ya que nombré al “juda”, cómo olvidarme de ese muñeco con pantalones y camisa relleno de hierbas secas y hojas de papel de diario, cara dibujada con el tizne de un corcho quemado y si era posible rematado por algún gorro mugriento y destrozado. Cada día después de cumplir con nuestras “obligaciones escolares”, era cargado al hombro y llevado a que se dejara ver en alguna de las esquinas del barrio, si esta coincidía con parada de ómnibus, mejor que mejor, ya que el transito de personas estaba garantizado, siempre íbamos acompañados de la lata de duraznos en almíbar toda oxidada en la cual guardábamos la “recaudación”. En los días previos a Navidad, ya teníamos el dinero suficiente para gastarlo en esos caprichos culinarios que tanto nos gustaban, helados, barquillos y sobre todo las masitas del Sin Bombo. También lo gastábamos en cohetes, las bombas brasileras eran las preferidas. Esa parte pirotécnica, era la que le daba espectacularidad a la “ejecución” del juda, ya que su fin era la hoguera, con gran alegría lo tirábamos al fuego que había cocinado el delicioso asado de la Noche Buena. Se me olvidaba, lo llenábamos de cohetes y mientras quemaba estallaba mientras cantábamos, “se quema el juda, se quema el juda, se quema el juda….”.
Los días previos a la Navidad, las cocinas de todas las casas del barrio tenían una actividad frenética, a excepción de las casas de familias judías o rusos, armenios, griegos, que se decían “ortodoxos” y sus fechas de celebración eran otras para la Navidad, creo que por el 7 de enero, pero los que más nos sorprendía eran los judíos, que nos decían que ellos todavía esperaban a ese que nosotros celebrábamos su nacimiento. Un lío, no entendíamos nada, pero no importaba porque los niños, salían a tirar cohetes junto con todos los niños del barrio y jugábamos a la pelota, nos hacíamos arcos de caña y cuando íbamos a sus casas nos invitaban con unas confituras deliciosas, y si coincidía que después de venir de la Sinagoga, que era algo así como la Iglesia para nosotros, había alguna fiesta en casa, las comidas a parte de ser extrañas, eran deliciosas, exceptuando el día del Yom Kippur o día del perdón, en que voluntariamente no comían nada. Bueno para un niño nos parecían “cosas raras”, pero también era raro en pleno verano, comer frutos secos, turrones y pan dulce como si estuviésemos en los días más fríos de julio o agosto.
La cocina de casa, se llenaba del perfume embriagador del “tuco”, la salsa deliciosa que acompañaría el plato de pasta fresca, ravioles o ñoquis, tallarines no, porque esos eran los de cada domingo. Mi tarea era una vez unida las enormes tapas de masa estirada que ocultaban el delicioso relleno de los ravioles y una vez haberse pasado el rodillo de madera con hendiduras, el cual dejaba bien claro la forma del raviól, con una ruedita con muescas, sujetada a un mango, seguir las líneas longitudinales y transversales a los efectos de dejar cada raviól libre de sus compañeros. Tarea ardua y monótona si no fuera porque en la cocina era todo vida y alegría. Sonaba en la vieja radio de lámparas, Radio Sarandí y era imposible no acompañar a Carlos Gardél o Julio Sosa cantando “…sur, paredón y después, sur, una luz de almacén….” o “…adiós muchachos compañeros de mi vida, barra querida…..” o el preferido de mi madre “….su nombre era Margot, usaba boina azul y en su pecho colgaba una cruz….”. Bueno, podría seguir interminablemente, pero el resto de tangos los dejaré que sigan sonando en mi corazón.
Si la pasta eran ñoquis, a mi me tocaba, una vez cortados de los largos rulos de masa, pasarlos con mucho cuidado por un tenedor haciéndolos girar con una ligera presión del pulgar para darles la forma clásica del ñoqui con sus crestas a modo de tornillo.
Casi todos los años no podía faltar la pizza, para la “picadita”. Entonces se me encomendaba una de las tareas más importantes, ir a la panadería a buscar una de sus asaderas de más o menos un metro por setenta centímetros. La llevaba a casa, en donde era llenada con la deliciosa masa, el pomodoro, y la mozarella. Una vez lista entre dos, porque ya pesaba considerablemente, volvíamos a la panadería para que la pusieran en el enorme horno de leña que había. La introducía hábilmente el panadero con una pala de madera de mango larguísimo. Los aromas que habían en la sala del horno nunca más los he vuelto a sentir todos juntos, pizzas, lechones adobados, pavos rellenos y el de los panes, el marsellés, que era mi debilidad untado con manteca, el casero, la flauta…. Después de los años comprendí, que estaba rodeado de una abundancia llena de felicidad.
Al mediodía del 24, esperaba la llegada de mi padre, porque sabía que subiéndome a “gabucha”, sobre los hombros, iríamos juntos al Bar Los Pedritos a hacer el “copetín”. Me encantaba el bar, mostrador de madera oscura y maciza, cubierto por una larga mesada de mármol blanco con betas negras, detrás una heladera de madera, forrada de metal que se enfriaba con barras de hielo que traía un camión todos los días. Estantes con espejos detrás que enseñaban los distintos tipos de licores y aguardientes. En una esquina un horno de leña con sus puertas metálicas y delante un mostrador más bajo que el otro, al cual yo no llegaba sino era sentado en aquellas elegantes sillas de madera de patas largas y asiento redondo. Entonces mi padre pedía “-poneme una grapa, y al botija le ponés una vaso de soda con un chorrito de vermut,…..a y también nos picás un poco de lechón con pan”. Cómo me gustaba aquello, para mi era entrar al mundo de la gente grande, escuchar sus conversaciones sobre fútbol, siempre pasaba por ahí alguno de los jugadores de los grandes equipos o de los que habían jugado la mítica final de Maracaná en Brasil. Otras veces los temas eran políticos, referente a leyes que se aplicarían o la preocupación por la “guerra fría”, la Revolución Cubana, las sondas rusas y norteamericanas al espacio, en fin de todo eso que se acostumbraba a hablar en los bares del Montevideo de mi niñéz. Siempre había algunos que acompañados con una guitarra cantaban alguna milonga o recitaban poesía gauchesca. Creo que en aquella época éramos un pueblo feliz.
Luego, ya medio comidos, era dormirse una siesta, para aguantar tarde hasta las 12, mientras tanto, mi padre armaba el fuego para tener buena brasa y hacer un delicioso asado o un cordero, mientras ya bajo las estrellas preparábamos el “juda” para quemar.
Después de la cena, los brindis con sidra y vino, era el momento de salir a corretear por el barrio, tirando cohetes y saludando a los vecinos desde la vereda, ya que las casas estaban con puertas y ventanas de par en par abiertas, llenas de luz, risas y alegría. “Felíz Navidad don José….Felíz Navidad doña Tota….” escuchábamos a la carrera, “Felíz Navidad gurises”, y a veces con alguna sana advertencia “…bo, no armen mucho relajo…”
Cuando ya no dábamos más, era irse a la cama. Antes, dejar a oscuras la habitación y echar bastante flit para que no nos comieran los mosquitos y ya en mi cama con la ventana bien abierta ver en el cielo al gigante Orión mirándome sonriente e ir entrando en el sueño acunado por los toques de tambores que mezclaban su sonido con las inmaculadas flores del jazmín del cabo.
Mañana al despertar ya sería Navidad y si no caía una tormenta, también haría calor.