La ninfa y el caminante

Hubo un momento en que el caminante de la vida se detuvo en el remanso del río para beber agua. Al estirarse en la tierra y acercarse al agua, vió su cara reflejada junto al cielo y las nubes que pasaban. Sin romper el espejo del agua empezó a sentir los sonidos que lo rodeaban. De las cañas salían sonidos de flautas, de los insectos violines y sonajas, de las ranas melodías graves muy bien rimadas. 

Un sentimiento de amor empezó a recorrer su cuerpo y alma. ¡Qué momento tan sublime! Quiso guardarlo para siempre, pero ¿cómo lograrlo sin romper el espejo del agua? 

Entonces sintió la voz de una ninfa del agua. Estaba sobre un nenúfar que flotaba en el agua. Cubría su desnudez con hojas de helechos. En su pelo que ondeaba al ritmo del agua había una diadema que brillaba, hecha con rayos de sol que había atrapado el agua. 

La ninfa miró al caminante extendido a la orilla del agua. Cuerpo pesado,  sólido en contacto con la hierba, pero vio su alma, ligera, blanca, flotando en el aire y en el agua. Entonces supo la ninfa que ese caminante era de confianza. Decidió responder la pregunta. 

Ahora desplegó la ninfa unas alas transparentes y largas, seguramente copiadas a las libélulas por lo tornasoladas. Acercándose a la oreja del caminante batiendo las alas inmóvil como si de un colibrí se tratara, le susurro al oído estas palabras, -sabes una cosa caminante de los mundos, ¿cómo puedes hacer inmortal una frágil y sencilla gota de agua? -vertiéndose al océano y que sea una con todas sus hermanas formando el infinito de las grandes aguas-

-De la misma manera, querido caminante, cualquier instante de amor, por breve e insignificante que te parezca, si lo quieres hacer inmortal y eterno, igual que a la pequeña gota de agua lo tienes que verter al océano del corazón. Allí se juntará con infinitos momentos de amor que todo lo abarcan. Cada vez, gota a gota, sentimiento a sentimiento harás del océano del corazón más grande y el agua será todo amor donde podrán navegar cuerpos y almas. –

La ninfa desapareció volando detrás de la cañas y el caminante feliz rompió el espejo del agua para beber y llenarse de instantes de amor que Irán marcando su marcha. 

Siempre el viento

Noche de viento 

Tropilla de caballos corriendo en la noche, decenas de cascos percutiendo la tierra.

La noche oscura y estrellada me lleva a mi infancia lejana.

Me acurruco con miedo envuelto en las frazadas. 

El aullido misterioso de un monstruo se cuela por las rendijas de la ventana. 

En la seguridad de mi cueva de mantas escucho como brama arrancando ramas.

Ningún gallo canta, ningún perro ladra sólo se siente el temblar de frágiles casas.

Estruendo de cosas que se arrancan chispas de cables liberando electricidad desbocada, ruido de metales, maderas, techos y casas arrancados, rotos, desgarrados, prisioneros de la turbonada.

Mañana la calle estará cambiada.

Toda esa furia desatada, la escucho con miedo desde mi cueva hecha con frazadas. 

Siempre me imaginaba un malévolo gigante soplando con fuerza sobre mi casa, mi barrio mi querida ciudad que sólo quiere dormir tranquila a orillas del Río de la Plata. 

Ese gigante de vez en cuando sigue soplando ya no tengo mi protectora cueva de frazadas y estoy muy lejos del Río de la Plata 

Tal vez porque ahora se que ese malévolo gigante es el viento que insistentemente quiere recordarme que todas las cosas cambian y que sólo sopla de vez en cuando. Por eso mi alma es capaz de volar con sus alas.

Vidas, amores, sueños, también barrios, recuerdos de infancia. 

Un recuerdo por si viene el «temporal de Santa Rosa».

El guitarrero, la parra y un niño

Recuerdo a aquel niño que huía de la siesta. Tardes de final del verano, últimos de febrero primeros de marzo. Su refugio era el patio debajo de la sombra de la parra. La luz ya casi otoñal teñía las sombras de días más cortos, de silencios largos. El parral lucía sus hojas verdes, envejecidas, esperando pintarlas de amarillo y rojos terrizos. Escondidos entre las ásperas hojas abigarrados racimos de uva negra tentaban el paladar del dulce néctar y gelatinosa textura. 

Como si de un ritual se tratara lo primero que hacía el niño era estirarse sobre las baldosas frescas con los brazos y piernas abiertas. Mirar el cielo, que era la parra, donde las hojas eran nubes quietas, un cielo de verde botella y los racimos de uva galaxias llenas de estrellas. 

En el silencio de la siesta escuchaba extasiado el chirriar de los guitarreros que tampoco querían dormir y perderse la sombra fresca. Los intentaba descubrir en el inmenso cielo de la parra, cuerpo alargado de verde tornasolado, patas y cabeza rojas, largas antenas, más largas que sus pequeños cuerpos, con dos llamativos pompones negros. Habitaban el cielo de la parra ahuecando las cañas secas que sostenían las guías, hojas y racimos del cielo verde. 

A veces, alguno descendía volando hasta el pecho del niño que miraba y escuchaba la tarde de siesta. Eso era todo un regalo porque el niño lo tomaba con dulzura y cuidado con la mano cóncava haciendo una jaula con los dedos. El guitarrero frotaba una de sus patas traseras sobre las alas delanteras, surgiendo la melodía de guitarra que el niño disfrutaba escuchando con la mano junto a la oreja. Después de un rato abría la mano lentamente y al mirarlo, el guitarrero le preguntaba si le había gustado el concierto, -claro que sí, pequeño guitarrero, eres todo un gran maestro-. Entonces el guitarrero contento desplegaba sus cuatro alas y volvía al cielo. Entre hojas, cañas y racimos con sus hermanos hacían un concierto. 

El concierto de la siesta debajo del cielo verde de una parra que un niño contemplaba despierto. 

Por cierto, a ese niño lo llevo guardado adentro, junto con miles de guitarreros. 

Un aljibe guarda el tiempo

La somnolencia que deja la imposible siesta en una tarde canicular de agosto, te hace caminar por los laberintos del tiempo pasado. Imposible estar presente porque sólo hay piel ardiente y sábanas mojadas de sudor que llevan a la angustiante inquietud del excesivo calor. Así los recuerdos comienzan a surgir como una caravana de dromedarios atravesando el tórrido desierto.

Uno de los dromedarios de mi somnolencia venía cargado con mis 5 años de edad, el día que celebrábamos en un club vecinal los 15 años de mi hermana.

Enseguida me vi con mi camisa blanca enfundada en unos pantalones cortos con tiradores, pelo bien corto rematado en un engominado jopo. Delante mio estaba aquel magnífico aljibe de cartón con su arco, cadena y balde colgando, no para sacar el agua fresca que guardaba en el fondo. Del circular borde del aljibe salían unas finas cuerdas las cuales en su extremo «sumergido» tenían un regalo para quien tirara de ella. Habían uno o dos regalos estrellas, creo que uno era una billetera de cuero y otro un lapicero de buena marca. El resto eran libretitas o cartulinas con mensajes.

Hoy en mi somnolencia canicular, allí delante del aljibe de cartón, supe que las finas cuerdas eran líneas de tiempo que conectaban directamente con momentos del pasado guardados en el aljibe. Volví a ver la mano pequeña y regordeta de aquel niño de 5 años que se dirigía sin vacilación a tirar de una de las cuerditas. ¡A ver si sacaba el regalo estrella!

Supongo que fue el calor y la imposible siesta que me llevaron a mi enero austral, también en plena canícula. El niño, que era yo, sólo llevaba un desgastado pantalón corto, seguramente era prófugo de la obligada siesta.

Deberían de ser entre las 2 y las 4 de la tarde. El sol no perdonaba la calle y la hacía arder distorsionando el aire. Pero allí estaba la melia o árbol del paraíso robusto y enorme, tres niños de la mano apenas podíamos abrazar su tronco, para protegernos con su fresca sombra. Sus hojas de verde intenso invitaban a sentarte apoyado en su maternal tronco.

Cuando me senté con el gran árbol empezaron a sonar el coro de las chicharras, melodías de calor intenso que rompían el cristalino silencio de la tarde de siesta. Perdón las chicharras y el lejano grito del heladero «helaaaados, Conaprole, helaaaados», en su carrito triciclo a pedales, ya que era el mejor momento para seducir a los prófugos de la siesta.

El grito del heladero sonaba alejándose en el aire distorsionado del calor de la calle. Más se iba incrementando el dulce perfume de mis jazmines gardeñas. Dos arbolitos de jazmín habían en el jardín de la casa, en enero estaban completamente blancos de flores unas junto a las otras jugando a ver la que dejaba ir al aire la nota de perfume más bella.

Cubierto por el paraguas de la sombra fresca del paraíso, pensé en hacer una incursión sigilosa a la casa para asaltar la heladera. Sabía que allí habían botellas con leche bien fría y un gran bote de dulce de leche para comer con cuchara sopera. Cómo me gustaba abrir la heladera, tomar una botella de leche, beberla hasta aplacar la sed y después salir con una cuchara de dulce de leche frío comiéndolo como un helado de cucurucho.

Así iba pasando la tarde de canícula, bajo una sombra fresca, envuelto en el canto de las chicharras y el dulce perfume de los jazmines. El único futuro que existía en ese momento era el saber que al caer la tarde, alguien me diría, «pon la manguera, riega las plantas y la vereda, mójate tu, pero no mojes a nadie que pase cerca». Luego las chicharras callarían y vendrían los grillos, esos que cuando cantan dejan el cielo pintado de estrellas. En la noche desde mi cama con la ventana abierta miraría el cielo hasta dormirme con miles de estrellas perfumadas de jazmín gardeña.

La brisa del Sur siempre fresca guardaría en el aljibe la canicular tarde de siesta.

Un día de Luna Llena de agosto 2020.