La somnolencia que deja la imposible siesta en una tarde canicular de agosto, te hace caminar por los laberintos del tiempo pasado. Imposible estar presente porque sólo hay piel ardiente y sábanas mojadas de sudor que llevan a la angustiante inquietud del excesivo calor. Así los recuerdos comienzan a surgir como una caravana de dromedarios atravesando el tórrido desierto.
Uno de los dromedarios de mi somnolencia venía cargado con mis 5 años de edad, el día que celebrábamos en un club vecinal los 15 años de mi hermana.
Enseguida me vi con mi camisa blanca enfundada en unos pantalones cortos con tiradores, pelo bien corto rematado en un engominado jopo. Delante mio estaba aquel magnífico aljibe de cartón con su arco, cadena y balde colgando, no para sacar el agua fresca que guardaba en el fondo. Del circular borde del aljibe salían unas finas cuerdas las cuales en su extremo «sumergido» tenían un regalo para quien tirara de ella. Habían uno o dos regalos estrellas, creo que uno era una billetera de cuero y otro un lapicero de buena marca. El resto eran libretitas o cartulinas con mensajes.
Hoy en mi somnolencia canicular, allí delante del aljibe de cartón, supe que las finas cuerdas eran líneas de tiempo que conectaban directamente con momentos del pasado guardados en el aljibe. Volví a ver la mano pequeña y regordeta de aquel niño de 5 años que se dirigía sin vacilación a tirar de una de las cuerditas. ¡A ver si sacaba el regalo estrella!
Supongo que fue el calor y la imposible siesta que me llevaron a mi enero austral, también en plena canícula. El niño, que era yo, sólo llevaba un desgastado pantalón corto, seguramente era prófugo de la obligada siesta.
Deberían de ser entre las 2 y las 4 de la tarde. El sol no perdonaba la calle y la hacía arder distorsionando el aire. Pero allí estaba la melia o árbol del paraíso robusto y enorme, tres niños de la mano apenas podíamos abrazar su tronco, para protegernos con su fresca sombra. Sus hojas de verde intenso invitaban a sentarte apoyado en su maternal tronco.
Cuando me senté con el gran árbol empezaron a sonar el coro de las chicharras, melodías de calor intenso que rompían el cristalino silencio de la tarde de siesta. Perdón las chicharras y el lejano grito del heladero «helaaaados, Conaprole, helaaaados», en su carrito triciclo a pedales, ya que era el mejor momento para seducir a los prófugos de la siesta.
El grito del heladero sonaba alejándose en el aire distorsionado del calor de la calle. Más se iba incrementando el dulce perfume de mis jazmines gardeñas. Dos arbolitos de jazmín habían en el jardín de la casa, en enero estaban completamente blancos de flores unas junto a las otras jugando a ver la que dejaba ir al aire la nota de perfume más bella.
Cubierto por el paraguas de la sombra fresca del paraíso, pensé en hacer una incursión sigilosa a la casa para asaltar la heladera. Sabía que allí habían botellas con leche bien fría y un gran bote de dulce de leche para comer con cuchara sopera. Cómo me gustaba abrir la heladera, tomar una botella de leche, beberla hasta aplacar la sed y después salir con una cuchara de dulce de leche frío comiéndolo como un helado de cucurucho.
Así iba pasando la tarde de canícula, bajo una sombra fresca, envuelto en el canto de las chicharras y el dulce perfume de los jazmines. El único futuro que existía en ese momento era el saber que al caer la tarde, alguien me diría, «pon la manguera, riega las plantas y la vereda, mójate tu, pero no mojes a nadie que pase cerca». Luego las chicharras callarían y vendrían los grillos, esos que cuando cantan dejan el cielo pintado de estrellas. En la noche desde mi cama con la ventana abierta miraría el cielo hasta dormirme con miles de estrellas perfumadas de jazmín gardeña.
La brisa del Sur siempre fresca guardaría en el aljibe la canicular tarde de siesta.
Un día de Luna Llena de agosto 2020.