Después de muchos años de exilios y ausencias los antiguos amigos volvíamos a estar juntos. Fueron muchas las casualidades que se dieron para que esta reunión tuviera lugar.
Nos conocíamos todos muy bien. Es que habíamos compartido esas etapas de la vida en la que todo se aprende: la niñez y la adolescencia.
Cuando los aprendizajes se hacen compartidos se crean lazos indisolubles en los que por mucho que nos separe el espacio y pase el tiempo, siempre puedes retomar la conversación donde la habías dejado. Ese es el misterio de la amistad.
El hecho es que la «barra» del «muro de Berlín» estaba junta otra vez. El nombre viene dado porque de niños, nos juntábamos para jugar en un muro de la calle Berlín. Una de las calles de la falda del Cerrito de la Victoria en Montevideo. Luego en la adolescencia y juventud seguimos fieles a los encuentros en el “muro de Berlín”.
El lugar elegido para la reunión de reencuentro fue el Parque Nacional de Santa Teresa. Otrora territorio salvaje entre el Océano Atlántico, la Laguna Negra y los vastos bañados del Departamento de Rocha. Territorio de caza de los arachanes, la misteriosa etnia charrúa que habitaba aquellas lejanías. También era zona del puma y el jaguar, hoy muertos o encarcelados por «atentar contra la propiedad privada».






Peor suerte corrieron los arachanes que fueron extinguidos tan cruelmente que destruyeron para siempre su lengua y cultura. De las pequeñas pirámides que construían sólo quedan montículos llamados «los cerritos de los indios». Todo un misterio de una cultura exterminada.
El progreso convirtió esta maravillosa zona medio salvaje en Parque Nacional, con un área de servicios habilitada para acampadas.
El atractivo es tal que puedes instalar la carpa en medio de un frondoso bosque nativo y un bosque de gigantescos eucaliptos que fueron plantados para fijar las arenas móviles de las antiguas dunas.
Estar acampado en un lugar así es maravilloso.
En las frescas noches del verano austral te permite acercarte a las interminables playas del Atlántico y contemplar uno de los cielos estrellados más hermosos del mundo.
Galaxias, nebulosas, constelaciones, se ven perfectas entre las estrellas como si fueran cantos rodados de un río celeste.
Las noches sin luna o cuando está menguando, es decir con oscuridad casi absoluta, es la luz de las estrellas la que ilumina el paisaje.
Luz tenue, de un azulado más que enigmático que al mezclarse con el intenso perfume del salitre oceánico te hace entrar en un mundo diferente, un mundo en donde eres parte de un “todo”, donde alma y espíritu se fragmentan y son luz de estrellas.
Se te puede ocurrir entrar en las frías aguas del Atlántico con un “calderín” y un farol a mantilla para pescar un buen puñado de plancton y hacer una “fritadita” para la cena.
Luego, al salir del agua, lucir figura de espectro, fosforescente, debido a las microscópicas noctilucas que habitan el agua. Cuerpos pintados enigmáticamente de luz fosforescente.
En un lugar así el centro de todo es el “fogón”. El lugar donde se enciende el fuego ya sea para calentar e iluminar las frescas noches de enero o para cocinar.
Allí puedes hacer desde riquísimos pescados a la brasa, corvinas o brótolas, pasando por el típico asado de tira con su respectiva parrillada compuesta de chorizos, morcillas, tripa gorda, mollejas…
Otra forma de cocinar es con la olla de hierro colgada del soporte de madera. Un “fogón” de estas características bien hace un par de metros cuadrados.
Resultó ser que uno de los días que pasaba la “barra” de amigos acampada, surgió la idea de regalarnos con un delicioso guisito rústico. Esos que llevan buenos trozos de carne, chorizo, morcillas, papas, fideos, choclo, especies y sobre todo fuego de leña y el amor de cocineros – comensales.
Lo que no programamos fue que ese día de verano austral íbamos a estar bajo el ardiente viento del Norte, el que trae el terrible calor húmedo de la lejana selva tropical.
Ese al que le decimos “el aliento del diablo”.
A pesar del terrible calor el guiso empezó a marchar en el fogón. Protegidos por la sombra acogedora de las anacahuitas, las coronillas y algunos de los gigantes eucaliptos, fue transcurriendo el día entre mates, vinos y algún vaso de whisky brasilero, es que el Parque está a muy pocos kilómetros de la frontera con Brasil y realizar compras para el campamento siempre sale en cuenta, además de visitar el Chuy o Santa Vitória do Palmar pueblos fronterizos donde la simpatía de sus habitantes siempre te cautiva.
No nos podemos olvidar del concierto de pájaros, zorzales, sabiás, el tamborileo de los trabajadores picapalos y el griterío de las cotorras.
Llegada la hora de la comida saboreamos el exquisito guiso con repetición y todo.
Todos contentos después de acabar la comida y comprobar que había quedado suficiente para calentar en la cena.
Estaría más bueno todavía porque como suele suceder los sabores se “asientan” y queda más gustoso.
El calor era cada vez más asfixiante. Pero todos muy bien sabíamos que eso era puntual. Cuando viene el aire cálido del Norte, siempre al chocar con las aguas frías del Atlántico Sur, inevitablemente desata tormentas impresionantes de lluvia, viento e importante aparato eléctrico, es decir rayos y centellas.
Las tormentas se convierten en muy peligrosas y más aún si estás acampado en un paraje natural.
Efectivamente, durante la tarde el aire caliente y pesado se fue ionizando y cargándose eléctricamente, preparándose para lo peor.
Entrando la noche nos disponíamos a “calentar” el maravilloso guiso pero paralelamente el viento hacía mecer ya con rumor de hojas las altas copas de los eucaliptos. Estos árboles al haberlos plantado para fijar las arenas, encontraron abundante agua proveniente de acuíferos conectados con la inmensa Laguna Negra. Con tanta agua crecieron hasta pasar los 20 metros de alto y diámetros en que tres o cuatro personas les cuesta abrazarlos.
Al ser el suelo arenoso, la solidez de las raíces de estas moles es muy cuestionable. Siempre cuando sopla el viento tormentoso, caen tres o cuatro de estos gigantes. Eso los convierte en muy peligrosos ya que pueden caer sobre una carpa de campamento, sobre un fogón o directamente sobre personas. Produciendo muerte o discapacitaciones severas.
Rápidamente los amigos organizadores del encuentro deciden hacer caso a los consejos de los administradores del Parque (el ejército), de ir a refugiarse a la “Capatacía”.
Ese lugar es un “búnker” de piedra y alejado de los gigantes de pies débiles, además está rodeado de pararrayos, cosa que garantiza el no morir chamuscado.
El guiso ya estaba a punto para comer, dejaba ir un perfume irresistible.
Empiezan a caer las primeras gotas de lluvia, escucharse los primeros truenos intimidadores y las ráfagas de viento helado. Eso fue suficiente para que todo el mundo empezara a recoger las cosas imprescindibles e ir a refugiarse a la Capatacía.
-Dale, apúrense, bo, que se viene con todo! -nos dice nuestro amigo Aldo, el organizador del encuentro, al captarnos algo indecisos.
Nos miramos a la cara, mi amigo el gaucho Willy y yo y quedamos pensativos. Teníamos cierta incredulidad de la fiereza de la tormenta. Aunque en el fondo lo que sentíamos era una gran resistencia a abandonar el exquisito guiso que nos esperaba calentito.
Entre el aire más que fresco que nos había obligado a ponernos una chaqueta, el olor maravilloso que salía de la olla y el color rojo de las brasas, estábamos paralizados.
No tardó nada en llegar el último ultimátum: -Bo, nosotros nos vamos si se quedan acá les puede caer un rayo o un árbol. Cosa de ustedes ¿ta? Sentenció con seriedad Aldo.
Mi amigo Willy me mira y me dice: -Ché ¿cómo lo ves esto?
-Bueno creo que es una tormenta pasajera -le respondo con total aplomo.-
-Es que si nos vamos nos perdemos el guisito ese, que ahora debe de estar buenazo. -Dijo Willy.
-Sí, es una lástima perdernos el guiso calentito y todo. Y ahora que ha refrescado debe de caer al cuerpo de maravilla. Yo iría comiendo y si vemos que se complica más, rajamos para Capatacía.
Con una amplia sonrisa dijo mi amigo:
-Mirá, creo que tenés razón y después de todo, si nos cae un rayo quedamos con los pelos de punta y salimos como un negativo de foto. Referente a los árboles y viendo por donde viene el viento, el que tenemos más cerca caería para el otro lado de la toldería. Así que…
Entre el viento, la lluvia intensa y los rayos que menudeaban aquí y allá, saboreamos debajo del toldo el exquisito guiso acompañado de un vaso abundante de vino tinto y una charla llena de risas y alegría recordando antiguas anécdotas vividas.
Cuando pasó la tormenta, la verdad no sé cuánto duró, porque cuando te comés un guiso con un amigo en el medio del caos, el tiempo se diluye y desaparece.
Al regresar al campamento el resto de amigos, el comentario casi al unísono fue: -¿Y se morfaron todo el guiso?
-Claro, es que un buen guiso siempre vale la pena.
Parque de Santa Teresa, Rocha República Oriental del Uruguay. En un verano austral.
Este breve relato nace de nuestro último viaje a la Tierra de los Pájaros Pintados hace ya ahora diez años exactos.
Hemos pretendido hacer un homenaje a ese sentimiento maravilloso que es el Amor, el amor fraterno. Un homenaje a la amistad y a los amigos.
Los protagonistas de este cuento, no se olviden que es un cuento escrito por un cuentista, son: Aldo, Selva, Willi, Ricardo (que nos dejó hace unos años), Marinela, Rulo, Rubito, Ruben, Lister, Ivana, Federico.