Don José Vilchez era un hombre culto y de disciplina estricta, casi militar. Nació en un país de América a mediados del siglo XIX que estaba consolidando su existencia: la República Oriental del Uruguay.
La pequeña República, si bien era una incipiente democracia americana, conservaba aún las costumbres autoritarias y guerreras que la llevaron a ser independiente.
Por aquellos tiempos, el pueblo entero estaba armado y dispuesto a seguir al caudillo local sin dudarlo. Éstos, los caudillos eran hombres que ya asentados en sus territorios, habían luchado junto a los grandes Libertadores contra tantos invasores de la Banda Oriental. Conocedores como nadie del territorio, muchos habían combatido codo a codo con las etnias originarias arraigadas allí durante miles de años como la Nación Charrúa. Estos caudillos por su valor, fortaleza y fiereza en el combate unida al conocimiento del terreno y el dominio de la técnica montonera de combate, les habían hecho ganar un prestigio y admiración entre sus paisanos que demostraban una fe ciega cuando estos hacían el llamado de: REGOLUCIÓN.
Así el pueblo de la pequeña República no temía a ejércitos extranjeros, que siempre salieron muy mal parados o derrotados, ni de gobiernos patrios que quisieran imponer por la fuerza alguna ley. Con estas condiciones, evidentemente, no eran buenos tiempos para el parlamentarismo o dicho de otro modo: una democracia parlamentaria.
Todos los ciudadanos en sus casas, tenían siempre a mano y preparadas las temibles chuzas (arma entre lanza y alabarda), un sable bien afilado, boleadoras y algún trabuco de caño corto o de caño largo. Aunque el arma verdaderamente imprescindible era el caballo. En la lucha, caballo y jinete se convertían en una unidad imbatible.
Estas circunstancias habían hecho de los habitantes de la Banda Oriental, ahora República un pueblo noble y solidario pero guerrero infatigable para defender su Tierra, su Patria.
Así había sido educado don José Vilchez, “leyendo con la lanza entre las manos”. La República seguía la máxima del Protector de los Pueblos Libres: José Artigas “SEAN LOS ORIENTALES TAN ILUSTRADOS COMO VALIENTES.”
Don José Vilches era de estos hombres, educados en una férrea disciplina pero con acceso a la enseñanza que garantía una gran cultura.
Había recibido educación en colegios de la Compañía de Jesús, popularmente conocidos como “jesuitas”. Con ellos aprendió bastos conocimientos que le sirvieron para forjarse un próspero futuro en el mundo de los negocios. En aquellos años todo estaba por hacer en la naciente República.
Estricto y disciplinado, no le costó mucho levantar un próspero negocio de compra y exportación de lana.
Con tan buena posición económica don José Vilchez, se instaló, después de contraer matrimonio con doña Dulcinea Irigoyen, en una de las nuevas casonas del barrio Sur de Montevideo.
Doña Dulcinea Irigoyen era una hermosa y simpática joven de la alta sociedad montevideana de principios del siglo XX, con ella compartirían largos años de vida y cinco hijos varones.
La casona del barrio Sur, se encontraba a no más de un centenar de metros del primer cementerio montevideano, el Cementerio Central.
Don José Vilchez, por su carácter y formación, era un hombre pragmático, de pocas palabras y no muy dado a manifestar sus deseos.
Pero había un deseo que sí manifestaba en cada reunión familiar, cuando estaba con su esposa e hijos e incluso con otros familiares o amigos. Manifestar su deseo así, públicamente era casi inaudito en él. O tal vez lo manifestaba con presencia de más personas para comprometer más a sus hijos, ya que el deseo dependía estrictamente de ellos.
“El día que me muera me llevan en el ataúd, ustedes, mis hijos, caminando a hombros hasta el cementerio. No quiero ni carruaje ni carroza ni ningún vehículo. Ustedes y yo el resto que quiera venir caminando detrás.” Sentenciaba.
Ese era el único deseo de don José Vilchez. Siempre lo manifestaba en cada reunión. Sus hijos le decían que lo diera por hecho, que así lo harían. Agregaban siempre, con cierto asombro por la insistencia de su padre, que no pensara en eso ahora, que su salud era excelente. Pero don José Vilchez siempre insistía en manifestarlo.
Pasaron los años y ya muy mayor don Vilchez, falleció.
Sus hijos se encargaron de los trámites funerarios. Cuando llegó el momento de decidir qué tipo de vehículo fúnebre escogían para trasladar el féretro desde la casa al cementerio, los hijos casi al unísono, manifiestan que la voluntad de su padre era que ante la poca distancia que separaba la casa del cementerio, el ataúd, con sus restos mortales, fuera llevado en hombros por sus hijos hasta el lugar de la sepultura.
Imposible, fue la respuesta de la funeraria. Nos encontrábamos llegando a la mitad del siglo XX y Montevideo ya era una extensa ciudad de América con toda su modernidad. Leyes y normativas municipales regían todos los ámbitos de la vida para regular y hacer más convivencial la vida ciudadana. La época de los caudillos y el pueblo armado, pertenecían al pasado. Ahora la República destacaba en el mundo por sus leyes avanzadas como “la del divorcio”, “trabajo de ocho horas” entre tantas otras. El ritual de la muerte también estaba regulado. No estaba permitido llevar en hombros y caminando a ningún fallecido hasta el cementerio, por muy cerca que de éste se encontrara. El traslado había de ser en un vehículo fúnebre. Familiares y amigos sí podían ir caminando detrás del vehículo, pero el muerto dentro del coche.
Los hijos de don José Vilchez primero estallaron en protestas y enfado, después ante la imposibilidad de franquear la muralla legal les vino la frustración, tristeza y desasosiego. Hasta llegaron a hablar con altas autoridades tanto políticas como funcionariales, con los cuales la familia tenia amistad de años, imposible esto era una normativa con rango de Ley y nadie se la podía saltar, por más amistad y conocimiento que hubiera de don José Vilchez y su influyente familia.
Después del velatorio en la casona del barrio Sur, con gran dolor, decepción y rabia por no poder cumplir el único deseo de su padre, los hijos de don José Vilchez ven llegar la negra carroza fúnebre. Vehículo a motor, tipo camioneta grande, con un cargado decorado barroco con hojas, esculturas, cruces…, todo un decorado en negro, enorme pesado, podemos decir que tétrico, con un espacio central visible para colocar un féretro. Tan lúgubre que solamente estando muerto podías ir ahí.
Siguiendo el protocolo municipal, el féretro con los restos de don José Vilchez es introducido por empleados de la funeraria en el vehículo funerario.
Los hijos con lágrimas en los ojos ven como no pueden cumplir el único deseo en vida de su padre: ser llevado a hombros por sus hijos hasta la sepultura.
En medio del silencio respetuoso ante la muerte, sólo se oyen los intentos del chofer del vehículo fúnebre de arrancar el motor. No había forma de arrancar el macabro vehículo. Pasan los minutos y los hermanos comienzan a hablar entre ellos. Los intentos de arrancar el motor no cesan. Llega un momento que el chofer del vehículo desciende, se quita la gorra negra y abre el capó del coche.
Esa fue la señal para que los hijos de don José Vilchez sacaran el ataúd del la lúgubre carroza, inservible e inutilizada.
Con una sonrisa y lágrimas corriendo por sus caras comienzan la marcha al cementerio llevando en sus hombros el ataúd con su padre.
Los empleados de la funeraria por más que insistieran no pudieron arrancar ni mover el coche fúnebre. Algo más pesado y fuerte inutilizó el vehículo que era nuevo, de una marca más que conocida y prestigiosa en automoción.
El deseo de don José Vílchez, se cumplió, fue llevado en hombros de sus hijos caminando hasta la última morada en el Cementerio Central de Montevideo.
Por cierto según el que me contó esta historia, uno de los hijos de don José Vilchez, el coche fúnebre no tuvo ningún inconveniente en arrancar para volver al garaje de la funeraria. Eso sí después que don José Vilchez reposara en un panteón del Cementerio Central de Montevideo para siempre.