Siempre pensamos que cuando sopla con fuerza el viento se lleva cosas. Lo he visto arrancar árboles como si de débiles hierbas se tratara, hacer volar tejados enteros, arrastrar personas, levantar olas gigantescas. Son los grandes vientos, aquellos descriptos por Jorge Amado en «Los viejos marineros», aquellos que soplan con terrible fuerza, no para llevarse nada sino «…dispuestos a destruirlo todo para salvar el sueño..».
A mi me pasa que cuando los contemplo vestidos de hojarasca, polvo o arena, formando agujeros de gusano, esas puertas que viajan por el espacio – tiempo, mi alma se une a ellos y me disuelvo en el torbellino que me lleva a infinitos tiempos.
Si lo escucho aullar herido al querer atravesar las rendijas de las ventanas, me transporto a mi niñez. Me veo en una cocina caliente, con olor a estofado caliente, sentado en mi pequeña silla metálica dibujando o pintando con acuarelas en una hoja de papel garbanzo y como mesa un cajón de verduras. Veo a mi madre cocinando y a mi hermana buscando la música que le gusta en la enorme caja de madera que guardaba la radio de lámparas. Eso si, siempre es de noche e invierno. Tal vez era sentir la seguridad de aquella cocina tibia y acogedora que no dejaba entrar al viento helado y tétrico que llenaba de soledad las calles y hacía que en las cocinas se contaran historias de misterio o enigmas no resueltos.
Otras veces, cuando acaricia mi cara con fuerza y deja mi pelo revuelto, me veo con las enormes cometas de cañas, papeles de colores y largas colas de trapos, intentando no cortarme los dedos con el resistente hilo engrasado. Cometas que hacíamos con tanto cariño y destreza. Estrellas, luceros, barriletes, cajones, barcos, las infinitas formas de los sueños creadas para que fueran nuestros ángeles voladores llevando nuestro corazón al cielo, a jugar con las nubes, a burlarse de las ramas más altas de los árboles. Veo el profundo cielo azul lleno de puntos con astros de caña y papel llenando de colorido el infinito. Me trae voces y sonidos familiares inundando el aire de caras y sonrisas de niños jugando a ser viento.
Cuando sopla húmedo y frío, lo atravieso para llegar a una playa oceánica, viendo un enorme sol rojo desapareciendo en la mar entre las brumas de la lejanía. Escucho el chasquido de látigo de enormes olas antes de romper en mil y un rugidos. Lobos marinos deleitándose en el juego que les brinda la mar helada. Subir altos médanos con las piernas desnudas sintiendo mil pinchazos de la arena voladora. Llego a veces a la orilla de kilométricas lagunas erizadas en miles de pequeñas olas que no pueden hacer espumosas crestas. Pisando el inestable pajonal, escuchar el concierto de flautas, clarinetes y oboes del viento pasando entre las totoras y pajas bravas que se mecen pero no se quiebran.
El torbellino me lleva al centro de un trigal amarillo moviéndose en ondas que no paran de producirse. Tal vez sea yo la piedra que cae en el estanque de trigo y provoca las ondas concéntricas.
La puerta que más me gusta es aquella que se abre cuando sopla con lluvia. Debe de ser porque mis labios tocan una cálida y acogedora boca mientras acaricio una cara mojada y juego a enredarme en la más hermosa de las cabelleras húmedas. Escucho el flamear del paraguas que sale volando sin importar para nada la lluvia.
Puertas que abren los vientos, que no se llevan nada, todo lo contrario te traen cosas, amores, paisajes, viajes, susurros de amor, vuelos en cometas de caña y papel. Creo que siempre vienen para salvar un sueño, en sus grandes alas podemos volar a vivir y realizar el sueño. No se olviden que son puertas del misterioso espacio – tiempo.