Al Cabo Polonio y su faro, tal vez el del fin del mundo.

Cuando la vida te para en esta loca carrera a ninguna parte, aprovecho para darme la vuelta y mirar el camino recorrido.

Es entonces que veo pequeños escenarios en donde pasé instantes de la vida, están a oscuras y en silencio. Vasta con una simple evocación que surge en forma de un olor, un tacto, un sonido, una imagen para que el escenario se ilumine y empiecen a aparecer los actores del instante.

Cuando empieza el espectáculo, me instalo cómodamente en la butaca especial del corazón. La obra es tan real que enseguida comparto escenario con los actores.

Faltan aún 4 o 5 kilómetros para llegar, ya respiro el aire frío impregnado de olor a océano. El camino entre los médanos se hace pesado. Sólo lo compensa la visión de la mar de arena dorada que llena mis ojos. Los médanos no dejan ver la mar, la de agua, sólo sentir su perfume de dama enamorada. Intenso perfume, a salitre, algas, tiburón. Perfume que te envuelve con la inmensidad de las fosas abisales del Sur, blanco y fresco de los témpanos de hielo perdidos, la fuerza y la intensidad de las ballenas australes, la gracia y ligereza de los pingüinos.

Por fin sin saber como, el rugido de las olas me dicen que la mar está cerca.

Sonido constante, relajante, el de la mar sacudiéndose en mil olas la espuma llena de yodo, para que el viento forme con ella bolas gigantescas y correr como locas por la interminable playa.

Cuando siento el rugido o murmullo de las conversaciones de los lobos marinos se que una vez pase este médano me encontraré frente al océano, la mar de mares.

Me detengo en lo alto del médano, porque cuando estás en este escenario, el tiempo desaparece o estás en otro tiempo u otra dimensión. Respiro profundamente, extiendo los brazos. Abrazo el infinito que se extiende ante mi. El aire de la mar llena mis pulmones, me despeina y con silbidos me murmura historias en la oreja. Mi vista recorre la ancha playa, se detiene en las inmensas y erosionadas rocas del Polonio, rematadas por el faro, tal vez el del fin del mundo.

Sobre las lisas y pulidas rocas, escultura realizada por la mar y sus enormes olas, descansan al sol del Sur la colonia de lobos marinos. Mastodontes pesados y lentos en tierra y ágiles voladores de aguas embravecidas, haciendo su descanso. Seres de miradas tiernas, llenos de amor, agradecidos de la mar que los alimenta y las rocas del Cabo que les dan calor y protección.

Instantes de soledad llena de compañía. Inmensidad que llena mi alma. Miro al Sur hasta donde la mar me lleva. El viento me dice que horizontes más allá, está helada la Antártida.

No muy lejos de la costa veo las enormes aletas traseras de dos ballenas australes sumergiéndose no se si jugando o buscando el nutritivo plancton. Imagino que tal vez están mirando los restos de algún naufragio. Hay tantos de cuando la mar erizada por los vientos del Sur se transforma en médanos líquidos como montañas y los barcos son hundidos por esa fuerza desatada.

Comienza a hacerse de noche o se apagan algunas luces del escenario. No lo se, pero es momento de regresar, no he traído impermeable ni manta. Las noches del Polonio son muy frías y largas.

Vuelvo al camino de la vida hasta otra parada. Eso sí, estas visitas al teatro me dan fuerzas para ir haciendo escenarios para que un día pueda detenerme, mirar atrás y volver a disfrutarlos.

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