Ayer, el atardecer estuvo especial. Después de una tarde de plena canícula, la tenue oscuridad iba ganando terreno. En el pequeño ejido del fondo de mi casa, las plantas esperaban con ansias el riego nocturno.
Absorto en las tareas vespertinas, hubo algo que me hizo detener y salir al ejido. Fue como si se hubieran encendido millones de luces amarillas, una en cada gotita invisible suspendida en el aire.
En el cielo las nubes como espejos gigantes derramaban la líquida luz dorada del sol poniente.
Desaparecieron las sombras y todo el ejido se bañó de oro. En lo alto de una antena, el mirlo cantaba alegre a los miles de soles que se peinaban en las nubes.
Hechizos de las tardes de verano.