Siempre que te acercas a la mar el entorno es diferente. Aunque vuelvas a la misma hora, siempre hay algo que hace cambiar el paisaje. Todo depende de la luz, la estación del año, si está nublado, si hay temporal….
Pero desde hace un tiempo llegué a la conclusión, por simple observación, que lo que hace que el entorno cambie, son los ojos con los que los miras. Quiero decir que es cuando cada uno de nosotros, escucha los latidos de su corazón, cosa que hace «salirte» del tiempo lineal, entrando entonces en la verdadera dimensión del tiempo, un inmenso e inabastable plano. Al sentirte los latidos del corazón, la conexión es inmediata, le estás diciendo a tu cuerpo, que todo está bien, que te encuentras muy bien, en una zona de calma y tranquilidad, aunque estés corriendo. Es como si el corazón te dijera, -estoy bombeando sangre perfectamente a todo el cuerpo, tu respiración oxigena la sangre que distribuyo, sigue así que estoy muy bien-.
Luego de recibir este mensaje, por tus ojos, oídos, nariz, boca y piel, empiezas a recibir las imágenes, sonidos, olores, gustos y tactos necesarias para incrementar la sensación de bienestar, calma y alegría. Por eso el paisaje cambia constantemente, aunque estés en el mismo lugar y a la misma hora. En definitiva es nuestro corazón el que hace cambiar el entorno, ya que ES lo que percibimos, sentimos y pensamos.
La otra tarde, me acerqué a caminar por el espigón de levante que hace de protección al puerto de Vilanova i la Geltrú, un paseo bastante habitual y frecuente.
Mi corazón enseguida me envió el mensaje -todo está perfectamente bien-, y empezaron a aparecer ante mis sentidos montañas de maravillas. De la mar me llegaba la fresca y húmeda brisa marina, mirando al Este, veía como el Macís del Garraf derramaba en piedra sobre la mar sus acantilados, las pequeñas calas y sus prominentes puntas, que se desdibujaban en las brumas de la lejanía. Mientras respiraba oliendo a sal y algas, mezclado con el tenue perfume de las flores silvestres que crecen entre las piedras del espigón, miro al Norte y veo la figura del faro recortándose sobre el Montgròs, la otrora montaña sagrada de los cosetanos, pueblo íbero de antes de la romanización, cargando sobre su perfil un impresionante cúmulo nimbo, seguro que cargado de agua, truenos y rayos. Allá casi oculta entre las mansiones noucentistas, la humilde ermita de Sant Cristòfor.
Miro al Oeste, cada vez más consciente de encontrarme en un punto del plano del tiempo, y me introduzco en un enorme pasadizo de luz creado por la complicidad del sol y la mar. Las barcas durmiendo su sueño de calma, que sólo el puerto les puede brindar, acompañadas por las gaviotas también adormiladas por las caricias del ya tibio sol vespertino. Más allá, al Sur, la inmensa y misteriosa mar tocando el cielo en el horizonte inalcanzable. Bueno inalcanzable con una barca, pero siempre cerca cuando lo miras, lo oyes, lo respiras, lo saboreas, lo tocas….con el corazón.
En fin supongo que son cosas de la mar y del corazón.