Un día murió una semilla junto a la mar.
Pequeña, ovalada i fragil, no pudo escapar.
En un hoyo oscuro de tierra, rodeado de piedras vino a reposar.
Junto a una playa de arena y a veces con el amenazante rugido de la mar.
Lloró el cielo sobre la tierra, la pobre semilla muerta le partía el corazón.
Allí sola, enterrada i triste tenía que estar.
Fueron pasando soles y lunas, cayeron sobre el hoyo tapado nevadas y lluvias, calores y fríos.
Sólo el viento sabía que la semilla no estaba muerta.
Sabía, cuando la abrazo con sus alas que ella guardaba una promesa de vida.
Una vez una semilla le dijo al viento, «he de morir miles de veces para hacer eterna la vida».
Por eso la alegría del viento fue enorme cuando vió a la semilla muerta llena de ramas, hojas, flores con perfume de almendras, zumbido de mil abejas y muchas mas semillas madurando para volver a engañarlo haciéndose las muertas.
El viento sin entenderlo suspiró de alegría, al ver tan viva y radiante a la semilla muerta.
Corrió a contárselo a todos, a la mar, la arena y las gaviotas. Enredó las cabelleras sueltas, he hizo surgir sonrisas de alegría a los que caminaban por la playa casi desierta. «Qué fresco viento de primavera, parece que nos trae noticias de vida», dijo alguien mientras besaba una boca de labios frescos, suaves y tiernos como una flor de almendra.


