«…nos perdemos por el mundo, nos volvemos a encontrar…»

«Y así seguimos andando
Curtidos de soledad
Nos perdemos por el mundo
Nos volvemos a encontrar».

Los Hermanos
Atahualpa Yupanqui
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La vida ha seguido sus ciclos y su curso. Con sus estaciones, días de sol, de frío, calor. De noches largas o veranos tórridos. Hemos ido sintiendo todo, las caricias, los besos, el abrazo fraterno, el miedo, la alegría, la tristeza, la incertidumbre y muerte del destierro.
Todas estas cosas, vivencias o ciclos, se fueron guardando amorosamente en las paredes del corazón. Así como esta foto de niños en la Escuela 137- María Noya allá por el 1966, ubicada en la calle Industrias (hoy Ing. José Serrato) de Montevideo en una vieja casona donada por el Dr. Campioti en el 1932 para funcionar como escuela. Por eso en aquella época le decíamos con cariño a la escuelita de una de las faldas del Cerrito de la Victoria: la Campioti.
El barrio adquiría el nombre del pequeño cerro hoy coronado e identificado por la espectacular iglesia del Sagrado Corazón, visible desde toda la ciudad de Montevideo. Cerrito en donde se puso sitio por dos veces a la ciudad amurallada de Montevideo. La primera en 1811 después de la Batalla de las Piedras, por las tropas del General Artigas, que habían derrotado al ejército realista español. De ahí viene el calificativo «de la Victoria», porque un año más tarde el General Rondeau volvió a derrotar al ejército realista español en senda batalla en el Cerrito, por terrenos en dónde está mi querida escuelita. El segundo sitio en 1843 comandado por el General Oribe enmarcado en los hechos de Guerra Grande.
Como dice Atahualpa Yupanqui en la letra de «Los Hermanos», nos «perdimos» por el mundo y nos hemos vuelto a encontrar con compañeros que están en esa foto.
Cuando ocurren estos encuentros después de tantos años pasados, la niebla del tiempo se disipa y del corazón empiezan a surgir los recuerdos.
De pronto, al igual que en una máquina del tiempo, te trasladas al Cerrito de la Victoria, la vieja casona convertida en escuela se vuelve a llenar de voces y risas de niños jugando en el patio. Vuelves a oír la «campanilla» manual que hacía sonar la Directora para anunciar la entrada, la salida o la hora del recreo. Te ves compartiendo pupitre con otro niño o niña al cual conoces bien, sientes en la madera del pupitre las huellas hechas por la punta de algún compás esbozando un nombre o un dibujo, jugándote una buena sanción si la maestra te veía hacerlo. Las discusiones que se zanjaban con un choque de manos estiradas y un «cortá pa’la salida». Las tardes que al salir siempre había alguien que aparecía con una andrajosa pelota e invitaba: «bo, hacemos un mariadito». Esto consistía en escoger alguna de las calles colindantes, poner dos piedras a un par de metros de distancia a modo de portería, escoger el largo de la calle (esto dependía de la cantidad de jugadores), separar los «equipos» por número par e intentar hacer un gol haciendo pasar la pelota entre las dos piedra contrarias. Si el número era impar, el de jugadores, se valoraba y acordaba en poner en el equipo que quedaba con un jugador menos a uno o dos que teníamos como «muy buenos» jugadores. La diferencia numérica quedaba compensada.
Así iban pasando aquellos días entre tardes de pelota, trompos, cometas y bolitas, acompañadas por aquellas frases que nos repetían las maestras y que siguen marcando el comportamiento de muchos de nosotros: «….asegurando que los más infelices sean los más privilegiados», «con libertad ni ofendo ni temo», «sean los Orientales tan ilustrados como valientes», «mi autoridad emana de vosotros y ella cesa ante vuestra presencia soberana», «el día que me quede sin soldados, tendré los arcabuces de la sangre para pelear con perros cimarrones», «un lance funesto podrá arrancarme la vida pero no podrán envilecerme»… Frases todas del ideario Artiguista, al cual debemos agradecer la educación democrática y libre en la que nos formamos.
Al tener estos reencuentros, de las paredes de la vieja casona de la antigua escuelita, vuelven a surgir las voces y el ruido de la piedrita chata cayendo en un número de la rayuela pintada en el patio y las risas de niños. Lo que no sabíamos era que ninguna lluvia pudo borrar la rayuela, porque quedó guardada en todos nuestros corazones.
Hoy vuelve a surgir en forma de foto pero palpitando llena de vida igual que aquellos días de rayuela, pelota, bolitas, cometas y trompos.

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