«Un buen guiso siempre vale la pena»

Después de muchos años de exilios y ausencias los antiguos amigos volvían a estar juntos. Fueron muchas las «casualidades» que se dieron para que esta reunión tuviera lugar. Nos conocíamos todos muy bien. Es que habíamos compartido esas etapas de la vida en la que todo se aprende: la niñez y la adolescencia. Cuando los aprendizajes se hacen compartidos se crean lazos indisolubles en los que por mucho que pase el espacio y el tiempo, siempre puedes retomar la conversación donde la habías dejado. Ese es el misterio de la amistad. El hecho es que la «barra» del «muro de Berlín» estaba junta otra vez.

El lugar elegido para la reunión fue el Parque Nacional de Santa Teresa. Otrora territorio salvaje entre el Océano Atlántico, la Laguna Negra y los vastos bañados del Departamento de Rocha. Territorio de caza de los arachanes, la misteriosa etnia charrúa que habitaba aquellas lejanías. También era zona del puma y el jaguar, hoy muertos o encarcelados por «atentar contra la propiedad». Peor suerte corrieron los arachanes que fueron extinguidos, tan cruelmente que destruyeron para siempre su lengua y cultura. De las pequeñas pirámides que construían sólo quedan algunos montículos llamados «los cerritos de los indios».

El hecho que esta maravillosa zona medio salvaje, se convirtió en Parque Nacional con un área de servicios habilitada para acampadas. El atractivo es tal que puedes instalar la tienda en medio de un frondoso bosque nativo o un bosque de gigantescos eucaliptos, que fueron plantados para fijar las arenas móviles de las antiguas dunas. Estar acampado en un lugar así es maravilloso. En las frescas noches del verano austral te permite acercarte a las interminables playas del Atlántico y contemplar uno de los cielos estrellados más hermosos del mundo. Galaxia, nebulosas, constelaciones, se ven perfectas entre las estrellas, como si fueran cantos rodados de un río celeste. Las noches sin luna o cuando está menguando, es decir con oscuridad absoluta, son las estrellas las que iluminan el paisaje. Luz tenue, de un azulado más que enigmático que al mezclarse con el intenso perfume del salitre oceánico te hace entrar en un mundo diferente, un mundo en donde eres parte de un “todo”, donde alma y espíritu se fragmentan en la luz de las estrellas.

Se te puede ocurrir entrar en las frías aguas del Atlántico con un “calderín” para pescar un buen puñado de plancton y hacer una “fritadita para la cena». Luego, al salir del agua lucir figura de espectro, fosforescente, debido a las microscópicas noctilucas que habitan el agua.

En un lugar así el centro de todo es el “fogón”. El lugar donde se enciende el fuego ya sea para calentar e iluminar las frescas noches de enero o para cocinar. Allí puedes hacer desde riquísimos pescados a la brasa, corvinas o brótolas, pasando por el típico asado de tira con su respectiva parrillada compuesta de chorizos, morcillas, tripa gorda, mollejas… Otra forma de cocinar es con la olla de hierro colgada por una cadena del soporte de madera. Un “fogón” de estas características bien hace un par de metros cuadrados.

Resultó ser que uno de los días que pasaba la “barra” de amigos acampada, surgió la idea de regalarnos con un delicioso guisito rústico.  Esos que llevan buenos trozos de carne, chorizo, morcillas, papas, fideos, choclo, especies y sobre todo se cuecen en un fuego de leña.

Lo que no programamos fue que ese día de verano austral íbamos a estar bajo el ardiente viento del Norte, el que trae el terrible calor húmedo de la lejana selva tropical. Ese al que le decimos “el aliento del diablo”.

A pesar del terrible calor, el guiso, empezó a marchar en el fogón. Protegidos por la sombra acogedora de las anacahuitas, las coronillas y algunos de los gigantes eucaliptos, fue transcurriendo el día entre mates, vinos y algún vaso de whisky brasilero. El Parque está a muy pocos kilómetros de la frontera con Brasil y realizar “compras” para el campamento siempre sale encuentra, además de visitar el Chuy o Santa Vitória do Palmar pueblos fronterizos donde la simpatía de sus habitantes siempre te cautiva.

Llegada la hora de la comida saboreamos el exquisito guiso con repetición y todo. Contentos después de acabar la comida y comprobar que había quedado suficiente para calentar en la cena. Estaría más bueno todavía porque como suele suceder los sabores se “asientan” y queda más gustoso.

El calor era cada vez más asfixiante. Pero todos muy bien sabíamos que eso era puntual. Cuando viene el aire cálido del Norte, siempre al chocar con las aguas frías del Atlántico Sur, inevitablemente desata tormentas impresionantes de lluvia, viento e importante aparato eléctrico, es decir rayos y centellas. Esto convierte a estas tormentas en muy peligrosas y más aún si estás acampado en un paraje natural.

Efectivamente, durante la tarde el aire caliente y pesado se fue ionizando y cargándose eléctricamente, preparándose para lo peor.

Al caer la noche nos disponíamos a “calentar” el maravilloso guiso pero paralelamente el viento hacía mecer ya con rumor de hojas de las altas copas de los eucaliptos. Estos árboles al haberlos plantado para fijar las arenas, encontraron abundante agua proveniente de acuíferos conectados con la inmensa Laguna Negra. Con tanta agua crecieron hasta pasar los 20 metros de alto y unos diámetros en que tres o cuatro personas les cuesta “abrazarlos”. Al ser el suelo arenoso, la solidez de las raíces de estas moles es muy cuestionable. Siempre cuando sopla el viento tormentoso caen tres o cuatro de estos gigantes. Eso los convierte en muy peligrosos ya que pueden caer sobre una tienda de campamento, sobre un fogón o directamente sobre personas. Produciendo muerte o discapacitaciones severas.

Rápidamente los amigos organizadores del encuentro deciden hacer caso a los consejos de los administradores del Parque (el ejército, es que continúa siendo una zona estratégica para el País. Desde allí se controla el llamado «Paso de la Angostura», entre las lagunas, los bañados y el Océano Atlántico), de ir a refugiarse a la “Capatacía”. Ese lugar es como un “búnker”, de piedra y alejado de los gigantes de pies débiles, además está rodeado de pararrayos, cosa que garantiza el no morir chamuscado.

El guiso ya estaba a punto para comer, dejaba ir un perfume irresistible.

Al caer las primeras gotas de lluvia, sentirse los primeros truenos intimidatorios y las ráfagas de viento helado, todo el mundo empezó a recoger las cosas imprescindibles para ir a refugiarse a la Capatacía.

-Dale, apúrense, bo, que se viene con todo! -Nos dicen nuestros anfitriones.

Al vernos la cara de uno de los amigos y la mía, de incredulidad con la tormenta, aunque en el fondo era una gran resistencia a abandonar el exquisito guiso que nos esperaba calentito.

Ya estábamos recibiendo el último ultimátum: -Bo, nosotros nos vamos si se quedan acá les puede caer un rayo o un árbol.

Mi amigo me mira y me dice: -Ché ¿cómo lo ves esto?

Le respondo -Bueno creo que es una tormenta pasajera.

-Es que si nos vamos nos perdemos el guisito que tiene pinta de estar buenazo. Dijo mi amigo.

-Sí, es una lástima perdernos el guiso calentito y todo. Yo iría comiendo y se vemos que se complica más, rajamos para Capatacía. Sugerí como propuesta altamente razonable.

Con una amplia sonrisa dijo mi amigo: -Mirá creo que tenés razón y después de todo, si nos cae un rayo quedamos con los pelos de punta y salimos como en un negativo de foto.

Entre el viento, la lluvia intensa y los rayos que menudeaban aquí y allá, saboreamos debajo del toldo el exquisito guiso acompañado de un vaso de vino y una charla llena de risas y alegría recordando antiguas anécdotas vividas.

Cuando pasó la tormenta, la verdad no sé cuánto duró, porque cuando te comes un guiso con un amigo en el medio del caos, el tiempo se diluye, desaparece. 

Cuando regresaron el resto de amigos, el comentario era: -¿Y se morfaron todo el guiso?

-Cláro, es que un buen guiso siempre vale la pena.

  Las fotos no son del guiso protagonista de la historia, pero sirven para ilustrar el «fogón».

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