El sonido de los sueños.

El sonido de los sueños

Las noches de verano en mi Montevideo natal eran casi iguales a cualquier noche de verano en una ciudad extendida a orillas de un enorme río.

Lo único de diferente era la mente inquieta de un niño de 5 años. Porque en una mente de cinco años, se perciben sonidos que a muchos, y a fuerza de costumbre, llegan a pasar desapercibidos por familiares que estos son. Simplemente no los oyen.

Eso me pasaba cuando me iba a dormir, sabia que oiría los mil y un sonidos que se esconden en la noche.

La ventana de la habitación estaba abierta de par en par para dejar entrar el fresco nocturno y que se fuera el olor al «flit» que mi madre había echado rato antes para combatir los molestos mosquitos. Poco a poco el olor del flit iba siendo sustituido por el de las lavandas que florecían en el pequeño patio interno. Junto con el fresco de la noche entraba para colonizar la habitación el perfume húmedo de los helechos y culantrillos que umbrían el patio de día rebozando verde desde las macetas colgadas en las paredes. En la noche sólo eran sombras que se mecían a la luz de la luna y llenaban de frescor húmedo el aire. Escondite preferido de los grillos que cantaban a la noche su rítmica y nostálgica canción.

Una vez en la cama, la ventana se convertía en una gigantesca pantalla proyectora de un trozo de cielo del Sur. Mis ojos se llenaban de estrellas, pinceladas de luz formando constelaciones y nebulosas con forma de dioses o animales que habían decidido vivir en el cielo eternamente. ¿Quién las abría dibujado para hacer mis delicias en las noches de verano? Nunca lo supe pero le estaré por siempre agradecido a esa mano que los dibujó.

El sueño siempre tardaba en venir, sobre todo si hacía calor. Mi hermana, me decía que si cerraba los ojos vendrían prestos los «enanitos del sueño». Seres estos que sólo se pueden ver con los ojos cerrados, sin hacer trampas, entornados no se vale, ellos lo detectan enseguida y no vienen. Me decía mi hermana, que su poder recaía en una diminuta bolsa de arpillera, hilada con el mejor de los yutes, cosa que les daba una resistencia inigualable, de la cual ellos jamás se separaban y la cual siempre tenían que tener llena. En dicha bolsita, guardaban nada más ni nada menos que polvillo de estrellas. No de las estrellas gigantes, titilantes siempre en el cielo, sino de las fugaces, esas atropelladas que sólo saben correr por el cielo y que su loca carrera las hace caer a la tierra. Y suerte de ellas que caen del cielo, porque son las estrellas que guardan los sueños. Por eso cuando vemos «caer una estrella», siempre pedimos un deseo que en definitiva no deja de ser un sueño cortito.

Los enanitos del sueño, siempre atentos a dónde caen las estrellas de los sueños, recogen el polvillo del choque de estas con el suelo llenando a tope las bolsitas de arpillera.

Bien surtidos del material de los sueños, van más rápido que un pensamiento junto al niño o la niña que cierra los ojos porque quiere que venga el sueño. Asegurándose que los ojos están bien cerrados esparcen con mucho cuidado un poco de polvillo de estrella sobre los pequeños párpados infantiles. Esto te hace entrar inmediatamente en el mundo de los sueños. Mundo en el que puedes volar a alturas increíbles, sumergirte durante horas en la mar más profunda, volver a jugar con tu perro que como era mayor que tu, se fue antes al mundo de los sueños, ver miles de seres fabulosos, algunos alados, sonrientes y llenos de ternura, otros con garras y dientes afilados y aspectos terribles que quieren comerte o perseguirte. Lo mejor cuando aparecen estos seres del abismo es volver a la cama con los ojos abiertos y aunque inquieto y atemorizado saber que estás en la habitación de siempre y que estos seres sólo están en el mundo de los sueños.

Por esto los enanitos del sueño se esfuman si tienes los ojos abiertos.

Si los quieres «ver», incluso hablar con ellos el secreto es: cerrar los ojos, invocar al sueño pensando que una vez dormido y después que hayan esparcido en tus párpados el polvo de estrellas, quieres verlos en el mundo de los sueños. Yo los he visto más de una vez, siguiendo con rigor la ruta.

Son muy pequeñitos, algo más grande que una abeja. Tienen ese tamaño por si algún tramposo o tramposa que abrió los ojos fuera de tiempo y los vio, creerá haber visto una mariposa nocturna que sólo busca una fuente de luz para dar vueltas. Pero en el mundo de los sueños si que se muestran tal y como son incluso a veces se llegan a posar en tu nariz para jugar al cosquilleo.

Van vestidos con overoles de trabajo en azul o rojo brillantes, no nos olvidemos que son trabajadores infatigables. Hacer dormir a niños y niñas no es tarea fácil además de tener que llenar las bolsitas de polvillo de estrellas.

En ese atuendo tan sencillo y brillante destacan dos cosas. La primera unos rayos dorados luminosos que tienen en la espalda. Funcionan como alas fotónicas que les permiten viajar por los diversos universos superando así las restrictivas reglas de nuestra dimensión de espacio, tiempo y materia. La otra cosa que destaca es su gorro en forma de cono fino, desproporcionadamente largo, más que el tamaño de todo el cuerpecito, destacando la punta aguda y luminosa que despide minúsculas chispas de colores.

Un día me explicaron que ese gorro tan tieso y exagerado es una potente antena detectora de las ondas cerebrales que emiten las mentes de los niños con intención de dormir.

Hoy se que en ese gorro-antena guardan, almacenado en chips de gran capacidad, nada más ni nada menos que todas las «rutas de los sueños». Ahí en ese «almacenamiento» están clasificados todos los sueños soñados por los niños y niñas desde la época de las oscuras cavernas, los de hoy y los del futuro lejano esos que cuando lo soñamos no los entendemos. Cuando me explicaban estas cosas, en aquella mi tierna infancia atribuía todo a la magia, ya que faltaban décadas para que entendiéramos lo de los chips almacenadores de datos, ondas cerebrales…ellos me llevaban a los sueños del futuro. Seguramente para épocas futuras todos seremos viajeros de los mundos creados por los niños en sus sueños y la vida será un continuo viaje entre universos y mundos, lo que llamamos hoy el mundo de los sueños.

Mientras cerraba los ojos esperando que vinieran los enanitos, escuchaba en mi barrio de Montevideo el ritmo calmo nostálgico y triste de tambores sincronizados con los grillos.

Venía el sonido de las casas de nuestros amigos y vecinos negros. Una vez me decía don José el abuelo negro con su pelo blanco más que rizado que cuando se reunían a tocar el tambor en familia la casa se llenaba de sus ancestros.

Sonido y ritmo que vino latiendo en el corazón de seres que fueron cruelmente arrancados de la lejana, muy lejana África, tan lejana que nos separa un enorme océano.

Un día le pregunté de qué hablaban los tambores. Me dijo que de cosas que habían pasado en perdidas aldeas africanas de la selva o la sabana. Que había que tener cuidado porque un león con hambre rondaba las chozas, que no se sabía nada del grupo de cazadores de antílopes, que la luna creciente traería lluvias abundantes, que Abatwa, el elfo había estado haciendo travesuras en la aldea y Aganju, el marido de Ododua, la diosa de la tierra lo había castigado con no dejarlo bajar al río durante la crecida, todo un castigo para un elfo…

También los tambores hablaban de cosas más recientes ya con sus hombres y mujeres prisioneros y desterrados en la Tierra de los Pájaros Pintados, donde el sonido se convertía en lenguaje, porque todos ellos hablaban lenguas diferentes, unos lingala, otros luganda, kikongo…, pero con los tambores se entendía. Explicaban si había habido una fuga en tal o cual estancia, si los fugados se habían unido al ejercito revolucionario del Protector de los Pueblos Libres y con lanza y boleadoras ofrecían su vida a la Libertad que nunca más volverían a perder.

Todas esas cosas contaban los tambores en las noches de verano en un barrio montevideano.

Se ve que les gustaba mucho a los enanitos del sueño porque cuando yo cerraba los ojos y me dejaba llevar por el ritmo lento y melancólico de los tambores, sin levantar repique, enseguida entraba al mundo de los sueños envuelto por el perfume de lavandas y el fresco, muy fresco aire de la sombra de los helechos.

Aveces tenía sueños extraños, soñaba con musas y dones d’aigua seres que me susurraban palabras en lenguas desconocidas de tierras lejanas.

Curiosos viajes por los sueños, tan reales como los pequeños enanitos que guardan en sus bolsas polvo de estrellas fugaces.

Para las musas y les dones d’aigua que navegan el mundo de los sueños y para los enanitos del sueño que sin ellos estos viajes no serían un sueño.

dav

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